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Vacaciones
Albert Soler

Albert Soler

Periodista

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Quinta romanza del exilio: fuera turistas

La turismofobia que se ha puesto de moda no va contra el turismo, solo contra el hecho de que los pobres viajen

El rechazo social creciente pone en cuestión el modelo turístico español

El turismo se enfrenta a su miedo a morir de éxito por la masificación

El New York Times analiza el impacto del turismo masivo en Barcelona: "La demanda es imparable"

El New York Times analiza el impacto del turismo masivo en Barcelona: "La demanda es imparable" / ERIC RENOM | LA PRESSE | VÍDEO: EL PERIÓDICO

Desde que, por culpa de los bajos precios, hasta los pobres viajan, el turismo se ha vuelto una molestia. Antes, solo los ricos se podían permitir unas vacaciones lejos de casa, y tenían el buen gusto de no llamarse turistas, sino viajeros, que era lo mismo pero frunciendo la nariz ante cualquier contratiempo, un viajero ni protestaba ni mucho menos pedía el libro de reclamaciones, eso son cosas de turistas, o sea, de pobres. Los ricos fruncen la nariz y con eso les basta. La turismofobia que se ha puesto de moda no va contra el turismo, solo contra el hecho de que los pobres viajen. En el dudoso caso de que debieran tener derecho a vacaciones, los pobres tendrían que pasarlas en casa viendo la tele. Deberían hacerlo así incluso las clases medias, dejando para los ricos lo de visitar otros parajes y, de paso, dejando tranquilos a los naturales del lugar, que no quieren ver pobres paseando por sus calles. Para ver pobres ya tienen a sus vecinos, no hace falta importarlos.

La democratización de los viajes no podía traer nada bueno, ya lo sabía Franco, que a la que vio a las primeras turistas en biquini supo que se le terminaba lo de ir a pescar atunes con tranquilidad, hasta el patrón del Azor estaba más pendiente de lo que se exponía en la playa que de trazar el rumbo correcto. La CUP, siempre a rebufo del franquismo, en los últimos tiempos se ha destacado también en los ataques al turismo en Catalunya, en su caso no porque quieran salir a pescar, sino porque -de familia bien casi todos- no soportan ver sus ciudades llenas de plebe que se cree con derecho a viajar. Una cosa es ir a pasar un mes a la Toscana, realizar una ruta por toda Italia y terminar con otro mes en la Costa Azul antes de regresar a casa, y otra viajar en 'low cost' a Barcelona para alojarse una semana en una pensión, llevándose de recuerdo una camiseta del Barça en lugar de una experiencia interesante, como haría un viajero. El turista, además de ser pobre económicamente, lo es también de espíritu, y en Catalunya queremos gente de bolsillo lleno y espíritu elevado.

Yo mismo, que estoy pasando mi exilio en cala Montgó, miro por encima del hombro a los turistas, gente que no piensa más que en tomar el sol, bañarse y divertirse, y que ignora que su vecino de hamaca, ese que se toma cada día un cóctel y un aperitivo -o sea, yo- no es como ellos, sino alguien que se sacrifica por su país. Lo mismo le sucede al otro exiliado catalán, el Vivales, o le sucedía cuando aún viajaba, de un tiempo a esta parte es tanto el miedo a ser detenido que no se atreve ni a llegarse a lo que él llama Catalunya Nord y el resto del mundo conoce como Pyrénées-Orientales. A algunos, pensando que ya tienen poco que perder, el paso de los años les confiere valor, mientras que al Vivales le va restando valentía, y eso que nunca la ha tenido en demasía.

Aunque seamos pobres y ejerzamos de turistas a la menor ocasión, hay que estar contra el turismo, porque esa es la moda. Igual que uno no puede estar contra el fútbol femenino, no puede estar a favor del turismo, los tiempos actuales son así y es inútil rebelarse contra ellos. Nos queda el recurso de disimular, es decir, hacer el turista y hacernos pasar por viajeros. Para ello, es importante no visitar jamás los sitios famosos del lugar, ni la torre Eiffel en París, ni el Coliseo en Roma, ni la Moncloa en Madrid, donde se expone la amnistía, eso es cosa de turistas. Un viajero pasea por sitios donde le puedan atracar -en Barcelona es fácil ejercer de viajero- y se aprovisiona en restaurantes y bares desconocidos, donde entablará conversación con los parroquianos, llegando a pagar alguna ronda. El viajero jamás tomará fotos, a lo sumo pintará al óleo un paisaje con nenúfares, ni mucho menos cargará con una botella de agua mineral, esa es la señal internacional de los turistas, les sirve para identificarse entre ellos, a la manera de los masones.

Hay que acabar con los turistas de la misma manera que con los pobres, no en vano son lo mismo: recluyéndolos en sus casas para que no los veamos. Si para ello hay que atacarles, se arremete contra ellos sin piedad, todo sea para que los ricos puedan de nuevo distinguirse gracias al viajar.

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