Opinión |
Juegos Olímpicos
Ángeles González-Sinde

Ángeles González-Sinde

Escritora y guionista.

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La derrota

Las demostraciones de emoción incontroladas a mí, que soy tan castellana y tan austera, en lugar de conmoverme me generan distancia

El llanto inconsolable de Adriana Cerezo y un "¡ja!" para volver a empezar

Carolina, Alcaraz y Rahm: el consuelo imposible del deportista

Carolina Marín, tras su lesión en semifinales de París 2024.

Carolina Marín, tras su lesión en semifinales de París 2024. / EP

Lo que más me ha llamado la atención de las pasadas Olimpiadas no ha sido el medallero, sino lo fatal que alguno y alguna se tomaba las derrotas. Caídos de rodillas sobre la pista mientras el público aplaudía volcado en apoyarlos a ellos y no al vencedor, sollozaban, mientras el pobre contrincante contemplaba la escena entre impotente y perplejo o perpleja, sin que nadie le prestase atención alguna. La jugadora o jugador se echaba entonces, desesperado, en brazos de su entrenador para seguir llorando. Esta situación se prolongaba varios minutos, que los realizadores de televisión aprovechaban para retransmitirnos el melodrama con detalle y que todos pudiésemos oír sus alaridos y no solo ver sus lágrimas. No hablo exclusivamente de la judoca japonesa, fueron bastantes más: se le saltaron las lágrimas a un tenista cuando, en lugar del oro, solo ganó la plata, qué pena más grande.

Las demostraciones de emoción incontroladas a mí, que soy tan castellana y tan austera, en lugar de conmoverme me generan distancia. Me cuesta empatizar con quien decide acaparar el foco de esa manera. No comprendo que en sus planes no entrase la posibilidad de ser derrotada/o, cuando su actividad implica necesariamente todos los días, todas las veces, que alguien gane y alguien pierda. Se me aparece como una falta de dignidad, de decoro, de pudor, una falta de respeto al contrincante a quien le hurtas su momento de gloria por la que también se esforzó y entregó todo, como tú. Me resulta feo hacerle parecer un victimario para apoderarte del rol de víctima. Pero, sobre todo (se deberá quizá a que provengo de las artes performativas), no concibo que para el desahogo de un dolor íntimo usemos el espacio público destinado al ritual colectivo. Es como si no hubieran aprendido que la pista de competición es un escenario compartido que, cada cuatro años, pisan representantes de naciones lejanísimas y diversas para acercarnos unos a otros en una igualdad quimérica, idealizada, sí, pero igualdad.

Como en el teatro los actores, en las olimpiadas los deportistas no se representan a sí mismos, sino a los millones de ciudadanos que nos identificamos con ellos desde nuestras teles repartidas por todo el orbe. Las olimpiadas llevan implícito un mensaje de hermandad y de superación, quienes compiten en ellas representan a naciones, por eso los estados hacen un esfuerzo económico que sale de las arcas públicas (y que es directamente proporcional a los resultados en el medallero, por cierto). Durante esas semanas deja de importar lo demás, desde las guerras que nos separan a las contradicciones insoportables que nos oprimen, porque nos une esa admiración por la belleza, la armonía, la estrategia, el ingenio, la nobleza y la capacidad de superación del ser humano. Por eso me entristece que solo se ocupen de su derrota personal y no sientan devoción por la pista de juego como yo lo siento por un plató de rodaje, un auditorio, un teatro, un circo, espacios sagrados. Como héroes y heroínas que son, su incapacidad de encajar la derrota lanza un pésimo mensaje a la sociedad y en especial a los niños: la derrota como fracaso insoportable, como experiencia de la que no hay consuelo, espantosa e irreparable.

Sin embargo, todos somos derrotados a diario. A veces pública y estrepitosamente. Sé de lo que hablo. Somos derrotados los cineastas cuando nadie compra nuestro guion, cuando lo compran y nuestra película se estrena sin pena ni gloria. Cuando no nos nominan a los Goya y cuando nos nominan, pero no ganamos. Es derrotada mi frutera si no vende el género previsto y debe tirarlo. Derrotada si la mala racha persiste porque los vecinos nos hemos pasado a la gran superficie, tiene que cerrar el puesto y apuntarse al paro.

Antes existía la expresión tomarse deportivamente la adversidad. Ahora vamos a tener que inventar otro giro. La derrota y el dolor forman parte de la vida y una competición deportiva es su representación. Me da muchísima pena por los jóvenes deportistas y por nosotros. ¿A qué presión estamos sometidos si no podemos asumir perder? Los atletas dan lo mejor de sí mismos en las olimpiadas y les admiramos, pues no lo hacen en beneficio propio, sino de un nosotros amplísimo. Es lo hermoso. Es una lástima que quienes forman a los deportistas de hoy no se lo cuenten. Tal vez con la mucho más severa derrota de la edad y el tiempo comprendan eso de la contención. Todos podemos sentir su derrota sin necesidad de aspavientos. Como escribió Walt Whitman: "la elocuencia más cabal está también en las líneas silenciosas de los labios y cara y entre las pestañas de los ojos y en cada movimiento y articulación del cuerpo".

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