Diversidad
Ángeles González-Sinde

Ángeles González-Sinde

Escritora y guionista.

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¿Quién decide qué es normal?

Es imposible no tener prejuicios, cada uno cargamos con nuestros valores y nuestra ideología como cargamos con un rostro, no sirve engañarse pensando que se es ecuánime

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Una playa de Benidorm atestada de bañistas

Una playa de Benidorm atestada de bañistas / Getty

Verano por fin. La que puede retoma ese ejercicio sanísimo que es la playa. Arena, sol, oligoelementos, yodo, pero más curativo aún es comprender de un vistazo ese concepto difuso de la diversidad. Allí casi desnudos, haciendo todos lo mismo, tumbarnos, jugar en la orilla, bañarnos, mirar al horizonte, somos sin embargo tan diferentes. Unos altos, otros bajos, unos rechonchos, otros huesudos, unas paticortas, otros bracilargos, una con muleta, otro síndrome de Down, una en silla de ruedas, el bebé en cochecito, rubios, morenas, canas, tintes, calvos, peludos, musculados, arrugados… No hay cuerpo humano que no sea una divergencia. La playa te enseña que el canon es una simpleza insostenible. En la playa hay de todo. Es la realidad más real. Y cuanto más popular y más gentío, mejor: del norte, del sur, locales, forasteros, blancos como la leche, negros como el café y todos los tonos intermedios. Conviven entre las olas niños cuyas madres hacen toples, otros cuyas madres llevan pañuelo y manga larga, niños de ancestros latinos, afrodescendientes o magrebís, pero nacidos aquí, niños rubios o pelirrojos como vikingos. Mientras, en el paseo esperan pacientes los vendedores subsaharianos y en comercios y terrazas atiende un personal variopinto, porque en los lugares de veraneo los nativos son minoría.

Hablar de diversidad te atraviesa el cuerpo. Es lo primero que se pone en juego. De la misma manera que mujeres trans y hombres trans nos dan al resto la oportunidad de hablar de sexualidad y género y debatir categorías artificiales, así cualquier playa cualquier día nos pregunta: ¿quién decide qué cuerpos son deseables? ¿Quién decide qué es 'normal'? Consumimos cuerpos en la publicidad, en las redes y acabamos por querer que el nuestro sea también objeto de consumo. En ese juicio a nosotros mismos y al otro entran en juego los sesgos inconscientes, aprendidos del imaginario colectivo y del individual: nuestros prejuicios.

Dicen los estudios que esos estereotipos grabados a fuego, inercias conscientes o inconscientes mediante las que definimos a los demás, son fruto en un 15% de lo vivido y en un 85% de lo visto o leído. Es decir, discriminamos o invisibilizamos haciendo como que el otro no existe por la información a la que estamos expuestos. No hablo de crónicas periodísticas, sino de las ficciones. Lo que creemos que sabemos se afianza o se cuestiona según las películas y series que veamos. Un ejemplo: si una serie dice que ser mujer trans es ser marginal y llevar una vida difícil y conflictiva, nos quedaremos con eso. Si la ficción dice que ser mujer trans es ser empleada de banca y llevar una vida ordenada y rutinaria, también. Si la ficción solo pinta a colombianos narcotraficantes y no a colombianas médicas o abogadas, desaparecerán de nuestro paisaje mental y cuando nos crucemos con una, desconfiaremos. Si la ficción coloca en el mismo plano que al resto a personajes con diversidad física o cognitiva, los integraremos con naturalidad en nuestra visión del mundo y estarán en nuestras expectativas de lo que se encuentra al salir de casa.

Por eso la Academia de Cine organiza cada año en Valencia un campus de diversidad. Este año era para que los guionistas reflexionásemos sobre cómo prolongamos prejuicios que dañan vidas reales. Nuestros docentes, Efraín Rodríguez, Salima Jirari, Anna Marchessi y Emilio Papamija, nos invitaron a repensar adjetivos y atributos que saltan a nuestra imaginación cuando oímos palabras como migrante, menor no acompañado, lesbiana, invidente… Insistieron en que las únicas estrategias de reequilibrio pasan por personarse, es decir, empezar por confesar quién eres, cómo eres, con quién trabajas, a quién incluyes o excluyes. Es imposible no tener prejuicios, cada uno cargamos con nuestros valores y nuestra ideología como cargamos con un rostro, no sirve engañarse pensando que se es ecuánime. Por eso, personarse resulta violento porque podremos sentirnos juzgados, observados, inadecuados, amenazados, culpables de blanquitud, de privilegio, de colonialismo, de sexismo, de capacitismo… Males todos que se curan si te lo propones. Pero fundamentalmente aprendimos que, como en la vida, hay personajes que acaparan el discurso y figurantes que ni abren la boca, aunque tengan ideas, experiencias, opiniones que nos quedamos sin conocer. Historias por contar ricas, sorprendentes, emocionantes, nunca vistas, con potencial de conmover a chicos y grandes si solo cambiamos la mirada sobre esa playa en la que deambulamos y que no es otra cosa que el mundo, estemos en pleno mes del orgullo o en lo más crudo del crudo invierno.

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