Opinión | BLOGLOBAL

Albert Garrido

Albert Garrido

Periodista

Crisis encadenadas de la cultura democrática

El primer ministro de Israel, Binyamin Netanyahu, el miércoles en el Congreso de Estados Unidios. | J. SCOTT APPLEWHITE / AP

El primer ministro de Israel, Binyamin Netanyahu, el miércoles en el Congreso de Estados Unidios. | J. SCOTT APPLEWHITE / AP

La explicación ofrecida por Joe Biden al comunicar desde el Despacho Oval las razones que le han llevado a renunciar a la carrera presidencial contiene una frase de aplicación transversal en Occidente: “La defensa de la democracia, que está en juego, es más importante que ostentar cualquier cargo”. Seguramente, sin las presiones sin tregua del alto mando demócrata para que pasara el testigo a Kamala Harris, Biden nunca habría dado el paso a pesar de las flaquezas reiteradas y de las encuestas en contra, pero llegada la hora de la jubilación, el tono preocupado por la suerte futura de la democracia en manos de Donald Trump es un ingrediente a tener en cuenta. En mayor medida cuando, con muy poca diferencia de tiempo, el primer ministro de Israel, Binyamin Netanyahu, ha sido jaleado en el Congreso -solo una treintena de parlamentarios, demócratas la inmensa mayoría, y la vicepresidenta Harris no se personaron-, donde llamó “idiotas útiles de Irán” a cuantos se manifiestan contra la guerra de Gaza.

El analista Brian Steller sostiene que la división tajante de la sociedad estadounidense no es entre liberales y conservadores, sino entre extremistas y moderados. Cree que los moderados constituyen “la gran mayoría silenciosa”, que denuncia la violencia política y “quiere un sistema político estable”, pero está opacada por los extremistas a cada lado del espectro político. El punto débil de tal descripción de los hechos es que los conservadores han dejado de preocuparse por la calidad de la democracia, y los que lo han hecho se han visto sorprendidos por la energía arrasadora de quienes han archivado el legado de la derecha civilizada, al tiempo que los llamados liberales, con muy variados registros, se han constituido en el frente defensor de la cultura democrática. Qué duda cabe de que no todos los seguidores de Donald Trump y adláteres -puede que la mayoría- no se consideran adversarios de la cultura democrática, pero tienen de ella un concepto restrictivo, hecho a su medida, donde asoman los viejos demonios familiares de siempre: el supremacismo blanco, la posesión de armas, una religiosidad invasiva, la desconfianza ante el poder federal, la negación de crisis acuciantes como la climática, la exaltación ilimitada de la autonomía del individuo.

El fenómeno no es solo o principalmente estadounidense. Los acontecimientos políticos en Francia desde la victoria del Reagrupamiento Nacional en las elecciones europeas responden a la sensación compartida por el centro y la izquierda, aunque por razones no intercambiables, de que la cultura democrática está en peligro. La decepción causada por una revisión sobre la marcha del Estado del bienestar, con la consabida erosión de las clases medias, más la gestión de los flujos migratorios y la multiplicación de protestas sectoriales de gran impacto desde que se desencadenó la de los chalecos amarillos, han hecho que soplara viento de popa para la extrema derecha, activada también por la erosión de la herencia gaullista en la derecha y del Partido Socialista en el centro izquierda. Hace quince años, durante una larga conversación con periodistas, el sociólogo Alain Touraine vaticinó “una dinámica histórica que facilitará el desgaste de los valores republicanos”.

La contaminación de la derecha democrática por la extrema derecha es un hecho en demasiados lugares. La acogida de Javier Milei en Madrid por la presidente de la comunidad no es solo un hecho aislado fruto de la brega de Isabel Díaz Ayuso para segar la hierba bajo los pies de Alberto Núñez Feijóo, sino de una querencia por el anarcocapitalismo que encarna el presidente de Argentina. Las reiteradas muestras de comprensión de Ursula von der Leyen hacia la primera ministra de Italia, Georgia Meloni, de filiación ultraconservadora, no obedecen a una especial sintonía personal, sino más bien a una suerte de inevitabilidad porque el núcleo rector de la Unión Europea -democristianos, socialdemócratas y liberales- no es lo que era. Nada tiene de casual la osadía del primer ministro húngaro, Viktor Orbán, de descubierta por Ucrania, Rusia y China en una oscura iniciativa que nadie en Bruselas le pidió, pero que constituye un desafío sin precedentes a la política de los Veintisiete -¿habrá de que decir pronto de 26 más 1?- con relación a la guerra de Ucrania.

En todos los casos, y en otros muchos que cabría citar, el vaticinio de Alain Touraine se hace realidad. “Me irrita tener que preocuparme por el futuro de la democracia de mi país”, reconoce el escritor estadounidense Richard Ford, pero la preocupación está más que justificada. Es ilustrativo observar que en la teleserie Designated Survivor (Sucesor designado) se insiste en la incapacidad de los dos grandes partidos de Estados Unidos para ponerse de acuerdo -sus líderes ejercitan un oportunismo sin descanso- frente a las virtudes centristas, de pacto, de un presidente independiente. No hay quien salve en la teleserie la función histórica desempeñada por los partidos, un poco en la línea de cómo Vox presenta al PSOE y al PP: organizaciones confabuladas, poco menos que iguales, integrantes de una casta con intereses propios. No es Sucesor designado un producto populista de última generación -tiende a afrontar supuesto políticos sin mayor consistencia-, pero hay en su discurso subyacente un ingrediente populista indudable, hijo acaso de un ambiente político en el que los estados mayores de republicanos y demócratas son objeto permanente de desconfianza en la vida real.

Son demasiado abundantes los antecedentes históricos sobre la debilidad intrínseca de la cultura democrática, para no distinguir en el horizonte amenazas ciertas. De la misma manera que es fácil detectar una toxicidad intrínseca en la prédica de la extrema derecha en auge, de esa impugnación a voces de la delicada construcción de regímenes que garantizan el ejercicio de las libertades y entienden que la autonomía de cada ciudadano limita con la de los demás ciudadanos y no puede vulnerarla so pena de ponerla en peligro. Algo de esencial y determinante hay en la elección de Estados Unidos del 5 de noviembre para contener la demagogia sin pausa que quiere utilizar los instrumentos de la democracia para asaltarla y darle una forma y medida que haga realidad la utopía reaccionaria, la que dispone que es posible lograr más seguridad a cambio de menos libertad, que es necesario blindar las señas de identidad propias a cambio de mantener extramuros al diferente.