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Albert Garrido

Albert Garrido

Periodista

Francia, ante el bloqueo político

El líder de La Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon, celebra la victoria el 7 de julio.

El líder de La Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon, celebra la victoria el 7 de julio. / THOMAS PADILLA / AP

El inesperado resultado de las elecciones legislativas en Francia es a la vez tranquilizador e intranquilizante. Es tranquilizador porque una formidable movilización cívica ha cerrado el paso a una victoria de la extrema derecha; contiene la simiente de la intranquilidad porque plantea un futuro incierto, fruto de la complejidad inherente a toda negociación de un acuerdo programático entre partidos de orientación muy diversa. Una situación, hay que subrayarlo, desconocida en la cultura política francesa desde el final de la Cuarta República, donde la fragmentación del Parlamento y las poquísimas atribuciones del presidente consagraron un clima de inestabilidad permanente. Como ha escrito el diario Le Monde en uno de sus editoriales, lo que es habitual en Europa, la negociación de coaliciones, es algo desconocido en Francia; “aquello que les parece natural a nuestros vecinos europeos se asimila en Francia a un doloroso aprendizaje”.

La existencia de cuatro bloques en la Asamblea Nacional -izquierda, centro, derecha y extrema derecha-, cada uno de ellos con sus tensiones internas y cierta propensión al cuarteamiento, salvo quizá Reagrupamiento Nacional (RN) o al menos eso aparenta, complica enormemente que cristalice un acuerdo. Pero los tres bloques con más efectivos están a bastante más de 100 diputados para lograr la mayoría absoluta.

El Nuevo Frente Popular se cree con derecho de imponer la cohabitación y aplicar su programa, según la doctrina defendida por Jean-Luc Mélenchon la misma noche del domingo, aunque en el seno de esa izquierda con un mes de vida cohabitan un mínimo de tres marcas electorales que divergen de las proclamas de la cuarta, La Francia Insumisa, y creen que hay que buscar la solución del crucigrama en las siglas más moderadas. Ensemble, la marca electoral de Emmanuel Macron, descarta un acuerdo con Mélenchon y adláteres; Los Republicanos, representantes de una muy debilitada derecha civilizada, sustentan un discurso parecido. En las filas de RN esperan que se prolonguen más allá de lo razonable las negociaciones para lograr una coalición capaz de gobernar sin zancadillas y que, a causa de la demora, se degrade ante la opinión pública la imagen de quienes se cruzaron en el camino hacia la victoria de la extrema derecha.

La filósofa Myriam Revault d'Allonnes sostiene en el último número de Le Nouvel Obs que “el lepenismo atmosférico sigue en el combate” (el semanario titula en portada El sobresalto y lo desconocido). En una entrevista radiofónica, el profesor Sami Naïr vaticina que el macronismo no sobrevivirá al error de convocar elecciones la noche del 9 de junio, a raíz de la victoria en las europeas de la extrema derecha, y de quedar ahora a merced de un acuerdo parlamentario a pesar de haber salvado los muebles el 7 de julio. Un analista en el semanario L’Express pronostica no sin razón que la izquierda agavillada para contener a la extrema derecha se desagregará víctima de la tensión inevitable entre los dos mayores grupos que conviven en su seno: los insumisos y un socialismo renacido en el que Olivier Faure y Raphaël Glucksmann, más la reaparición del expresidente François Hollande, practican el posibilismo político. Hechas las sumas y restas correspondientes, la pregunta sin respuesta de momento es si Francia será capaz de encontrar una salida que garantice la estabilidad institucional en una sociedad muy dividida, con tensiones presupuestarias por resolver, el deterioro de los servicios públicos, la insuficiencia de los programas sociales y el desafío de un populismo rampante.

No se ha metido Francia en un callejón sin salida, pero sí transmite una sensación de bloqueo porque tiene que subir una pendiente que requiere practicar el doble arte de la negociación y el realismo y debe olvidarse de la larga tradición de las mayorías monocolores, tan características de la Quinta República. La empresa que deben afrontar los partidos va más allá de las cohabitaciones que manejaron con notable pericia François Mitterrand en dos ocasiones y Jacques Chirac en una. Porque en los tres casos la cohabitación fue posible gracias a dos mayorías conservadoras en la Asamblea Nacional en tiempos de Mitterrand y una socialista durante el segundo mandato de Chirac. Sin mayoría absoluta no hay cohabitación posible; un Gobierno en minoría es un disparate conceptual porque estará condenado a una vida precaria, sin margen de maniobra y que, al cumplirse un año de las elecciones, pondrá en bandeja de plata al presidente la disolución de la Asamblea y una nueva convocatoria electoral.

Sin un presidente con cintura, la cohabitación es asimismo una entelequia. Mitterrand llegó al Eliseo en 1981 y se mantuvo en él durante catorce años curtido en una larga historia de éxitos y sinsabores políticos, adiestrado en la práctica de los diputados-alcaldes. Chirac fue doce años presidente entrenado en la misma cancha, con una prolongada experiencia en correr las más complejas carreras de obstáculos. Emmanuel Macron es un presidente que se sometió por primera vez a los electores en 2017; nunca hasta entonces había conocido otro ambiente que el de las élites formadas en las grandes escuelas de Francia, fogueado en la tecnocracia financiera y llegado a la política como gran experto en los entresijos de la economía. Se diría que Macron se ha empeñado en dar la razón al Mitterrand de ficción de la película El paseante del Campo de Marte cuando dice más o menos: “Yo soy el último presidente de Francia. A partir de ahora solo vendrán contables”.

El socialista francés Guy Mollet definió con suma precisión no exenta de retranca qué es una coalición: “Es el arte de llevar el zapato derecho en el pie izquierdo sin que salgan callos”. Nadie ha practicado ese arte en Francia desde hace más de sesenta años; nadie recuerda cómo se cierra un compromiso en el que no tienen cabida los programas máximos, ni siquiera los electorales, por lo general menos dogmáticos, sino que se impone la renuncia, el posibilismo extremo para poder cimentar cierta estabilidad, cierta continuidad. Puede decirse que nadie es feliz en una coalición, pero probablemente nadie es completamente desdichado, aunque tiene que pasar por el aro del mínimo común denominador que permite salir adelante y evitar la parálisis institucional. Una inacción indeseable que, de darse ahora, seguramente llevaría a la extrema derecha de Francia a lograr lo que el 7 de julio no consiguió.