Opinión | BLOGLOBAL

Albert Garrido

Albert Garrido

Periodista

Galimatías político-judicial a raíz de la amnistía

El magistrado Manuel Marchena, presidiendo el Tribunal Supremo, durante el juicio al 'procés'.

El magistrado Manuel Marchena, presidiendo el Tribunal Supremo, durante el juicio al 'procés'. / EFE / Emilio Naranjo

Cuando la política impregna las togas y las togas impregnan la política, la división de poderes sale malparada, el barón de Montesquieu se remueve en su tumba y John Locke comparte su desasosiego. La disparatada carrera por desacreditar la ley de amnistía, forzar su interpretación en el Tribunal Supremo -de “prestidigitación jurídica” hablaba Ernesto Ekaizer el jueves en EL PERIÓDICO- y abrir un paréntesis de duración y resultado imprevisibles pone de manifiesto una decantación ideológica de la justicia no menor que el empeño de la Fiscalía y la Abogacía del Estado en atenerse a las necesidades del Gobierno. El pacto para desatascar el Consejo General del Poder Judicial, Unión Europea mediante, apenas ha servido para remansar las aguas durante la firma en Bruselas del acuerdo alcanzado. La tozuda realidad se ha impuesto: la neutralidad de la justicia se desvanece con suma facilidad cuando predomina en las instancias superiores su condición de superestructura con una larga tradición conservadora.

El secreto del polichinela, por decirlo suavemente, queda al descubierto cuando la magistrada Ana Ferrer escribe en su voto particular, contrario a la no aplicación de la ley de amnistía decidida por los demás miembros de la sala del Tribunal Supremo, presidida por Manuel Marchena, que juzgó a los acusados incursos en el procés: “Podemos discutir la constitucionalidad de la ley, o su adaptación al derecho comunitario, pero lo que no podemos los jueces es hacer interpretaciones que impidan la vigencia de la norma. De esta manera, la interpretación que la mayoría plasma corre el riesgo de quebrar los principios de legalidad y previsibilidad”. Y aún es mayor la evidencia de por dónde van los tiros cuando el presidente del PP declara que el partido tiene dudas sobre la imparcialidad del Tribunal Constitucional, que parece condenado a tenerse que pronunciar sobre la ley de amnistía en cuanto se presente el recurso que se suponen que los populares presentarán salvo sorpresa mayúscula.

Es obvio y sabido que los jueces tienen ideología, cada uno la suya, personal e intransferible; tienen opiniones propias que algunos tienen dificultad para colgarlas del perchero antes de entrar en su despacho para poner en práctica la neutralidad que se les supone. La argumentación seguida por los magistrados para concluir que los líderes del procés cometieron un delito de malversación con lucro propio resulta tan forzada y poco convincente -no merece la pena detallarlo; se ha explicado ad nauseam- como necesario para dejarlos fuera de la aplicación de la amnistía. A Manuel Cancio, catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid, le parece que los magistrados del Supremo se han situado al borde de la insubordinación con el propósito de boicotear la aplicación de la ley. De lo que se desprende de paso, sin forzar demasiado la mano, que nos adentramos en un choque institucional consumado entre el Parlamento, representación de la soberanía nacional, y otro más que posible entre el Supremo, que emite resoluciones del gusto del PP, y el Constitucional, del que se fían el PSOE y sus aliados y del que recela el PP.

Luego están el empeño del juez de la Audiencia Nacional Manuel García-Castellón, que advierte un delito de terrorismo en el comportamiento de Tsumani Democràtic, y los presuntos excesos verbales del juez Joaquín Aguirre, que investiga la Russian connection de Artur Mas y Carles Puigdemont, a quienes atribuye los delitos de alta traición y malversación, y parece haberse jactado de tumbar la amnistía (el asunto no está claro). Un círculo conspirativo en la mejor tradición de las películas de espías de serie B, tan increíbles o improbables que, hace unos años, un conocido crítico de cine dijo que en ocasiones movían a risa, aunque los actores se tomaran la trama en serio.

Resulta de tal galimatías una cierta incredulidad sobrevenida sobre cuanto llega a los juzgados procedente de la pugna política; procedente de esa coalición arcoíris que sustenta al Gobierno y de esa dramatización del momento escenificada por la oposición.

Es indudable por evidente que la opinión pública -incluida una parte relevante de la catalana- ha acogido los indultos, primero, y la amnistía ahora con un sentimiento de desagrado, entendidas ambas medidas como sendos recursos para mantener sin fisuras la mayoría parlamentaria. Pero es asimismo evidente que es difícil ver en el procés el delito de malversación con lucro personal, salvo que la obstinación o el sectarismo se adueñen del escenario y se imponga el principio de que todo vale con tal de hostigar al Gobierno y lograr que se tambalee, y es aún menos creíble que enviados de Vladimir Putin se ofrecieron a los independentistas. Las descalificaciones cruzadas que fundamentan tales suposiciones están revestidas de una exageración contraproducente, como si al mundo le quedaran “dos telediarios alemanes” (la misteriosa expresión se la atribuye Canal Red -Pablo Iglesias- al juez Joaquín Aguirre).

Merece la pena acudir a la cita de Montesquieu que Ernesto Ekaizer recoge al inicio de su análisis del jueves: “No hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia”. A lo que cabe añadir este complemento de John Locke: “Las leyes se hicieron para los hombres y no los hombres para las leyes”. Es fácil presuponer que estas dos máximas las comparten la inmensa mayoría de los jueces y magistrados que aplican la ley todos los días, pero es asimismo posible aventurar que en el peldaño superior de la justicia, cuando se cruzan los caminos de la ley y política, la justicia se politiza y la política se judicializa, lo que, a la luz de los acontecimientos de estos últimos días y semanas, lleva a temer que se busque deslegitimar la función legisladora del Parlamento en nombre de convicciones perfectamente respetables, pero ajenas al objetivo perseguido por los legisladores, aunque este obedezca a una estricta necesidad operativa: salvaguardar la consistencia de una mayoría precaria para poder gobernar. Puede parecer egoísta perseguir tal objetivo, pero en las sociedades modernas, constituidas por una amplia gama de sensibilidades políticas, alcanzarlo es un signo de madurez aunque obligue a pagar un precio a quienes logran gobernar, porque deben hacer concesiones; porque requiere que quienes aguardan turno en la oposición midan su agresividad para no disparar contra todo lo que se mueve.