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Albert Garrido

Albert Garrido

Periodista

La libertad de expresión sale tocada del 'caso Assange'

El fundador de WikiLeaks, Julian Assange, saluda a su llegada al aeropuerto de Canberra, capital de Australia.

El fundador de WikiLeaks, Julian Assange, saluda a su llegada al aeropuerto de Canberra, capital de Australia. / DAVID GRAY / AFP

El escritor George Orwell dejó para la posteridad esta esclarecedora máxima: “Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo demás son relaciones públicas”. Tal principio admite variantes que no hacen más que abundar en la misma idea. Por ejemplo: periodismo es dar cuenta de todo aquello que el poder no quiere que se sepa. Es fácil estar de acuerdo en que el desenlace del caso Watergate, las averiguaciones sobre el hundimiento del barco de Greenpeace Rainbow Warrior o desvelar la patraña de las armas de destrucción masiva para justificar la segunda guerra del Golfo sirvieron en grado sumo a la decencia y la higiene democrática.

La Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, aprobada en 1791, dice: “El Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto al establecimiento de la religión, ni prohibiendo la libre práctica de la misma; ni limitando la libertad de expresión ni de prensa; ni el derecho a la asamblea pacífica de las personas ni de solicitar al gobierno una compensación de agravios”. La enmienda recoge y amplia lo establecido en el artículo 11 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, redactada dos años antes por los revolucionarios franceses: “La libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos más valiosos del hombre; por consiguiente, cualquier ciudadano puede hablar, escribir e imprimir libremente, siempre y cuando responda del abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley”.

La contención de la última línea del artículo es inexistente en la Primera Enmienda. Pero Julian Assange ha tenido que reconocer que transgredió la ley y cometió un delito de espionaje al difundir WikiLeaks 250.000 documentos filtrados por Chelsea Manning, exsoldado estadounidense, y publicados en parte por varios medios de difusión internacional. Lo que en la práctica significa que Assange ha debido aceptar el principio en virtud del cual la invocación de la defensa nacional hecha por diferentes administraciones de Estados Unidos desde 2010 está por encima del derecho del público a tener conocimiento del desempeño de su Ejército en Afganistán, Irak y la base de Guantánamo. La “búsqueda insobornable de la verdad, como si fuera una misión ética irrenunciable, que lo es, permite un mejor funcionamiento de la democracia”, escribió Ramón Lobo en 2015; el desenlace del caso Assange obliga a plantear preguntas inquietantes.

Las reflexiones de Duncan Campbell en The Guardian, uno de los medios que publicó algunas de las informaciones desveladas por WikiLeaks, acerca del tira y afloja entre la justicia británica y la estadounidense en torno a la extradición de Assenge, concretan bastante tal inquietud. “Aunque ha sido detenido en Gran Bretaña, sorprendentemente son los políticos australianos quienes han hecho más ruido sobre el caso. Hace más de un año, el parlamentario laborista Richard Burgon impulsó una carta dirigida al fiscal general de Estados Unidos que fue firmada por 35 parlamentarios y miembros de la Cámara de los Lores de seis partidos. En la carta se dice: “Los parlamentarios británicos están cada vez más alarmados por la posible extradición de Julian Assange a Estados Unidos. Cualquier extradición sería, de hecho, poner a prueba la libertad de prensa. Sentaría un peligroso precedente para periodistas y editores de todo el mundo”. “Pero ¿por qué había tan pocos dispuestos a poner su nombre [en la carta]?”, escribe Campbell. De hecho, cuando el Ministerio del Interior del Reino Unido autorizó la extradición -un juez la paralizó-, recordó que los tribunales no la consideraron incompatible con los derechos humanos de Assange, “incluido su derecho a un juicio justo y a la libertad de expresión”, señala Campbell.

La discusión en Estados Unidos se ha adentrado, más allá de la libertad de expresión, en los medios empleados por Assange para obtener información clasificada y en el derecho del Estado a preservarla de intromisiones. Sucedió lo mismo con ocasión de la publicación de los Papeles del Pentágono y posteriormente con el trabajo de Bob Woodward y Carl Bernstein en el caso Watergate. Entonces no se hablaba de hackear -todo era analógico-, sino de intromisión ilegítima en la seguridad y la defensa de la nación, un subterfugio para impedir que saliera a la luz información ocultada a la opinión pública sobre la intervención de Estados Unidos en Vietnam -de eso iban los papeles filtrados a la prensa por Daniel Ellsberg- y sobre el talante de la presidencia de Richard Nixon a partir del asalto al cuartel general del Partido Demócrata en el edificio Watergate de Washington (junio de 1972). En ambos casos prevaleció la defensa de la libertad de expresión y de información; ahora Assange ha tenido que reconocer la comisión de un delito para ir de vuelta a su casa en Australia.

El desenlace del caso tiene algo de preocupantemente sintomático, de relativización de derechos largamente asentados en la cultura política occidental, en la delimitación de la democracia. Más allá de la herramienta utilizada por Assange para lograrlo, tiene un valor capital para perseverar la higiene democrática dar a conocer las tropelías cometidas por militares estadounidenses en dos guerras y en la base de Guantánamo, donde la Administración de George W. Bush almacenó a presuntos islamistas -no todos talibanes afganos- para someterlos a interrogatorios reforzados -un eufemismo manejado por Dick Cheney y Donald Rumsfeld para evitar la palabra tortura- sin mayor conocimiento de la opinión pública. Porque lo cierto es que si este tipo de información se hurta a los ciudadanos, la relación de estos con el poder queda gravemente viciada.

Es preciso volver a la idea de George Orwell; es necesario mantener informada a la comunidad para que adopte con fundamento sus decisiones políticas. Es la única forma de combatir la indefensión a causa del desconocimiento de lo que se cuece entre bastidores, en los entornos opacos del poder. “La opinión es libre, pero los hechos son sagrados”, estableció el editor C. P. Scott en 1921, al cumplir cien años el diario Manchester Guardian (hoy The Guardian), un doble principio estimulante porque la diversidad de opiniones es esencial en los regímenes deliberativos y el respeto por los hechos contrastados por profesionales independientes mantiene a la opinión pública a salvo de subterfugios. O de los promotores de realidades alternativas, cada vez más abundantes en el presente dentro y fuera de las redes sociales; tan peligrosamente tóxicos en su empeño sin límites de adulterar la democracia.