Opinión | BLOGLOBAL

Albert Garrido

Albert Garrido

Periodista

El avance ultra sacude el proyecto europeo

La primera ministra de Italia, Giorgia Meloni, durante el cierre de campaña en Roma de las europeas.

La primera ministra de Italia, Giorgia Meloni, durante el cierre de campaña en Roma de las europeas. / STEPHANIE GENGOTTI / BLOOMBERG

La afirmación de Hannah Arendt de que “la apatía política es un enemigo silencioso que debilita la democracia” se ha puesto de manifiesto en las elecciones europeas de la pasada semana, en las que la media de participación se quedó en el 51,01%, con solo cuatro países por encima del 60%: Alemania, Bélgica, Luxemburgo y Malta. La apatía por acudir a las urnas dio como resultado más llamativo la progresión de las candidaturas de extrema derecha: uno de cada cuatro diputados del nuevo Parlamento Europeo se presentó bajo siglas de esta corriente política. Todos los adversarios de la construcción de la Europa política han avanzado; los componentes del núcleo estable que durante las últimas décadas ha pilotado la Unión Europea -conservadores, socialdemócratas, liberales y verdes- han perdido 38 diputados, con ganancia solo para el Partido Popular Europeo, que pasa de 177 a 186 escaños.

A nadie se le oculta la gravedad del momento, aunque el centro europeo mantiene una holgada mayoría que le permitirá gobernar sin zancadillas. La atmósfera ha adquirido una densidad desconocida, consecuencia inmediata de la progresión de un conglomerado de partidos y coaliciones que oscilan entre el antieuropeísmo agresivo, el euroescepticismo, rancias resonancias de la Europa de las patrias y el sueño -¿xenófobo?- de la Europa fortaleza, más unas gotas de admiración irrefrenable por la Rusia sin complejos Tal situación obliga a conferir a los próximos cinco años una importancia trascendental porque si no se invierte la inercia y se neutraliza la prédica nacionalista, la identidad del proyecto europeo volará hacia parajes en los que estarán en peligro cierto el futuro vislumbrado por los padres fundadores y sus herederos y la cultura democrática.

La crisis abierta en Francia en Los Republicanos, depositarios lejanos de la herencia gaullista, es por demás significativa. La decisión personal de su líder, Éric Ciotti, de acordar una colaboración electoral con Agrupación Nacional para las legislativas adelantas por el presidente Emmanuel Macron para el 30 de junio y el 7 de julio, ha hecho saltar por los aires la cohesión del partido y ha sumido a la derecha civilizada en una disputa sin precedentes, contraria la mayoría a tal enjuague. Las prisas de las diferentes izquierdas para sumar recursos en un frente popular parar los pies a RN y competir con los partidarios del presidente está por ver si será eficaz para mantener a Marine Le Pen en la oposición, un gran reto porque hace más de una década que se esfumó la tradición de una izquierda con códigos reconocibles y bien asentados.

Los otros dos grandes países fundadores de la Europa de nuestros días no están mejor. Alternativa por Alemania, neonazi o posnazi -como se prefiera- ha superado a los socialdemócratas y solo ha quedado por detrás de la democracia cristiana; Hermanos de Italia ha confirmado su pujanza y Giorgia Meloni, que dispone de una sólida base electoral. No hay en el eje ineludible germano-franco-italiano, esencial para entender la construcción de la Europa política, una sola señal de retroceso de la oferta ultra, en él pesa como una losa el descrédito de los partidos tradicionales, el coste social del austericidio que siguió a la crisis financiera de 2008 y la gestión de los flujos migratorios, convertido esto último en el tema favorito de la propaganda de extrema derecha. El historiador Timothy Garton Ash manifestó en noviembre pasado en el Cercle d’Economia que para frenar a la ultraderecha era “urgente transmitir a la población la idea de que la gestión de la inmigración está controlada”. Es obvio que tal idea no ha calado.

Con ser esto grave, quizá no sea lo peor. Lo verdaderamente inquietante es que una parte cada vez mayor de la derecha tradicional se presta al contagio, a difundir de forma más o menos explícita mensajes tan nauseabundos como los que establecen un paralelismo entre inmigración y aumento de la delincuencia, como los que presentan a los migrantes como competidores oportunistas en el mercado de trabajo; como los que dan a entender que los recién llegados disfrutan de beneficios sociales que se niegan o aplazan a colectivos nacionales. Los tres diputados logrados por Alvise Pérez no son una anécdota como lo fueron los dos que obtuvo la lista de José María Ruiz Mateos en 1989 -se ha hecho tal comparación-, son el síntoma de un mal, de una desnaturalización de la política, tan preocupante como la atención que prestan algunos jueces al pseudosindicato Manos Limpias o el éxito creciente de los propagadores de la teoría según la cual todos (los partidos) son iguales, todos (los gobernantes) son lo mismo.

Marion Maréchal, nieta de Jean-Marie Le Pen y vicepresidenta hasta el miércoles de Reconquista, el movimiento ultra organizado por Éric Zemmour, dice que se ha desencadenado “una batalla de los valores”. Tal batalla reúne todos los ingredientes de una guerra cultural que no se localiza solo en Europa, que ha fracturado a la sociedad estadounidense, que puso a Brasil al borde de un golpe de Estado, que inspira el neoimperialismo ruso y que impregna todos los discursos contra el statu quo. Lo que se difunde es una impugnación generalizada de los valores de la cultura democrática puestos a salvo por la victoria aliada de 1945 y que fundamentan la construcción europea a partir del Tratado de Roma; se da hoy una operación encaminada a desmantelar el Estado social y democrático de derecho, según se describe en la Constitución Española, para procurar un espacio de confort a la economía negacionista, que no está dispuesta a asumir los costes de la lucha contra la emergencia climática. Ha invadido el mercado de las ofertas ideológicas un apostolado que denuesta cuanto es expresión de realidades que no son nuevas, sino que se vieron obligadas a mantenerse ocultas hasta fecha reciente o fueron combatidas con denuedo.

A decir verdad, nada es demasiado nuevo en la extrema derecha que crece en todas partes. El prefijo neo es preciso para significar que se trata de algo diferente a lo que históricamente fueron los totalitarismos de antaño, pero a poco que se rasque asoma el rostro inmutable de quienes persiguen liquidar un modelo del que, por lo demás, han sido grandes beneficiados porque han progresado a su sombra gracias a valores como la libertad de expresión. Debieran aprovechar las fuerzas democráticas del Parlamento Europeo los próximos cinco años para contener la progresión ultra con políticas resolutivas, perceptibles por la opinión pública, y evitar así males mayores.