Opinión | BLOGLOBAL

Albert Garrido

Albert Garrido

Periodista

México confía a una mujer la herencia de López Obrador

Claudia Sheinbaum, presidenta electa de México.

Claudia Sheinbaum, presidenta electa de México. / GERARDO LUNA / AFP

El hecho de que México haya elegido por primera vez a una mujer para ocupar la presidencia es motivo suficiente para considerar histórica la apabullante victoria de Claudia Sheinbaum. Pero detrás del triunfo del 2 de junio es fácil seguir el rastro de un largo proceso de transformación política y social del sistema en el que las mujeres desempeñan hoy un papel de creciente influencia: el principio de paridad fue consagrado en la Constitución en 2014; el Congreso es paritario desde 2018; la presencia de mujeres ha crecido exponencialmente en todos los ámbitos de la Administración y en los cargos electros. Una realidad que coexiste con otra no menos significativa: el desmadejamiento poco menos que definitivo del sistema de partidos que se consolidó con la hegemonía durante décadas del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que el último domingo quedó 30 puntos por detrás del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) con una candidatura arcoíris, la de Xóchitl Gálvez, apoyada por el priismo y partidos menores.

La tercera realidad, acaso más discutible, es que la decadencia del PRI y la exuberancia de Morena obedecen en gran medida a la lógica política vislumbrada por diferentes personalidades relevantes desde los días de Alfonso Reyes. Así, por ejemplo, el escritor Carlos Fuentes sostuvo que desde el final del porfiriato -por Porfirio Díaz, dictador desde 1880 a 1911- y hasta el asesinato de Álvaro Obregón (1928), acumuló México fracasos en la búsqueda de una fórmula que aunara cohesión política nacional y progresos social. Fue Plutarco Elías Calles quien, no sin grandes resistencias, logró dar con la tecla al crear el Partido Nacional Revolucionario, que fue una federación de formaciones regionales y del que, mediante un rápido proceso evolutivo, nació el PRI, una marca con un doble carácter reformista y transversal. Morena tiene hoy ese mismo perfil después de una larga marcha hasta las instituciones atrayendo progresivamente a los segmentos defraudados por todos los vicios y redes de intereses opacos incubados por el anquilosamiento del PRI.

En la presidencia de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), fundador de Morena, ha habido el empeño, a menudo discutible, de mantener la orientación reformista que fue un día atributo del PRI y el carácter unitario que animó a Plutarco Elías Calles. Y ha habido en las proclamas de campaña de Claudia Sheinbaum mucho de esos dos ingredientes constitutivos de la política mexicana, bien es verdad que con bastantes altibajos y crisis lacerantes como la de 1968 (matanza de estudiantes en la plaza de las Tres Culturas o Tlatelolco). Pero destacan en la lista de prioridades que deberá afrontar la presidenta electa dos en las que AMLO ha obtenido resultados del todo insuficientes: la neutralización del narcotráfico y el crecimiento de las desigualdades, dos realidades que pueden gripar el motor del Estado. Hay un tercero, el manejo de los flujos migratorios en el que la complicidad o coordinación con Estados Unidos es y será determinante.

Necesita México lograr que se desvanezcan los riesgos inherentes al desafío de los narcos a las instituciones para hacer del país un narcoestado, según se desprende de los análisis más pesimistas, y es dudoso que AMLO haya logrado desmilitarizar la persecución y desmantelamiento de los cárteles. La presidencia de Enrique Peña Nieto (2012-2018) se caracterizó por entender que tal combate debía semejarse a una guerra de liberación, primó la implicación de la milicia y desoyó a quienes reclamaron una mejora de la comunidad de inteligencia -más y mejor información- en la lucha contra el tráfico de drogas en dirección sobre todo a Estados Unidos. No hay un diagnóstico cierto de que la situación haya mejorado ostensiblemente, siguen las matanzas y las desapariciones, el número de homicidios en 2023 se acercó a los 40.000 y partes del territorio son bases de operaciones seguras de los señores de la droga.

Los grandes desequilibrios sociales favorecen la dinámica perversa que lleva a una parte de los desheredados a entrar en las redes del narcotráfico para salir de la postración y el abandono. De diferentes estudios de los últimos años se desprende que más de 30 millones de mexicanos malviven de la economía informal -el 25% de la población-, al mismo tiempo que 35 millones de unidades familiares se benefician de algún programa social. Las desigualdades son algo visibles y constatables, explican la imparable migración irregular a Estados Unidos y lastran la efectividad de todas las iniciativas destinadas a liberar al Estado de la competencia de los capos. “Nos armamos en una guerra que no podemos ganar”, escribió un editorialista a mitad del mandato de Peña Nieto; sigue siendo dudosa la victoria a punto de vencer el mandato de AMLO. La cultura del narcotráfico como entorno propicio para salir de la pobreza -o ser menos pobre- sigue ahí como alternativa a la incapacidad distributiva del Estado o a la incierta aventura de emigrar a Estados Unidos en busca de un futuro cuajado de incógnitas.

“Las revoluciones las hacen hombres de carne y hueso, no santos, y todas terminan por crear una nueva casta privilegiada”, dejó dicho Carlos Fuentes. En su gran novela La muerte de Artemio Cruz hay mucho de ese convencimiento, de las revoluciones triunfantes que dieron pie a un periodo de esperanza para caer luego en un acaparamiento sistemática del poder, de la producción y afianzamiento de una clase social que ascendió sin freno, administradora de una herencia que le permitió enriquecerse. El reformismo de AMLO y su sucesora no es, desde luego, una revolución, pero sí es un movimiento de rectificación que apenas ha empezado. Como en otros momentos de la historia de México, detrás de él hay un conglomerado social que lo empuja desde la calle y desde las urnas con inusitada determinación, quizá para evitar que una vez más se cumpla la constante histórica del cambio traicionado a poco de ponerse en marcha. El prestigio académico y como gestora de Claudia Sheinbaum puede ser un punto de partida, pero el obradorismo -por el segundo apellido de AMLO-, como todos los personalismos, pertrecha a los sucesores del titular con un peso muerto, con el recuerdo mitificado de quien en primera instancia dio curso al proceso.