Opinión |
La espiral de la libreta
Olga Merino

Olga Merino

Periodista y escritora

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La resurrección digital

En la ceremonia de la confusión que el mundo escenifica, la inteligencia artificial ya permite conversar con avatares basados en personas fallecidas. Se vislumbra negocio.

Inteligencia artificial

Inteligencia artificial / Khanchit Khirisutchalual

En ciertas ocasiones, como esta semana, que ha transcurrido bien cargada de posibilidades tentadoras, el auténtico quid del columnista radica en el descarte. En el dilema de elegir un solo argumento para sacarle punta. El cisma de las clarisas, por ejemplo, con su obispo excomulgado, un cura que fue barman antes que párroco y un torero, ‘El Cordobés’ júnior, que se ofrece a torear gratis para ayudar a las monjas en sus componendas inmobiliarias si estas vuelven «a la realidad de Jesús». Berlanga, Almodóvar, ¿por dónde andáis? También, en un zoológico de China, han teñido de blanco y negro a dos perros peludos de la raza chow–chow para hacerlos pasar por pandas gigantes. Gato por liebre, perro por oso comebambú. No sé, todo es raro, muy extraño. Se ha echado encima una ‘tranche de vie’ plagada de arenas movedizas y sospechas. La postdemocracia. La postverdad. El postcapitalismo. La postpandemia. El postelectoralismo perpetuo. Lo que se entiende por realidad adquiere tintes surrealistas o se tambalea y, en cambio, el magma espeso de falacias, embustes y pamplinas se vende como mercancía tangible.

En esta ceremonia de la confusión, la inteligencia artificial (IA) ya permite conversar con difuntos como si fueran reales, como si estuvieran aquí al lado. Resulta que un especialista en la materia oriundo de California, un tal James Vlahos, ha convertido a su padre muerto en un ‘chatbot’ con el que conversa a menudo. Y no es el único: compañías chinas y coreanas han desarrollado avatares basados en personas fallecidas con el objeto de que ofrezcan consuelo a sus seres queridos, en lo que se está perfilando como el negocio digital del más allá. Bien mirado, uno se fía más de ciertos muertos que de algunos vivos. No me importaría tropezarme con el holograma de mi abuelo en el viejo comedor y charlar con él. Preguntarle cosas:

- Yayo, ¿tú crees que harán presidente a Illa? ¿O volvemos a elecciones? ¿Cómo lo ves?

Conociendo bien a mi abuelo, que estaba teniente del oído izquierdo, lo más probable es que apagara el botón del sonotone y se encogiera de hombros sonriendo. Era un gesto muy suyo. Se sentaba en la mecedora, tris tras, tris tras, y observaba a la gente que iba o venía por la calle sin asfaltar. Una actitud muy sabia: ver pasar la vida desde la ventana.

Confieso que este asunto de la IA no me hace demasiada gracia, aunque el fenómeno alza ya el vuelo como un cohete sideral. Para perfeccionar sus respuestas, investigadores de los Países Bajos están enseñando a los nuevos robots a detectar la ironía y a descifrar qué significan señales como una ceja levantada, el énfasis de una sílaba alargada o una cara de agrio limón. A la base de datos la han bautizado como Mustard (mostaza), y la ceban mediante series televisivas y comedias de situación, del tipo ‘Friends’. De momento, un respiro: la IA jamás igualará la chispa de la mente humana mientras no domine el arte del sarcasmo, imprescindible para transitar por estos predios.               

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