Opinión | OLA DE CALOR / PARÉNTESIS ESTIVAL

Olga Merino

Olga Merino

Periodista y escritora

Viaje alrededor de mi habitación

En la época romántica el desplazamiento constituía un rito de paso. Ahora no parece que haya expiación en la vivencia turística. Vacaciones en casa, ¿y qué?

El verano ya ha instalado el campamento. Hace calor. Casi tanto como en Comala, la aldea imaginaria que Juan Rulfo se inventó paseando por las calles de su pueblo natal, en el estado de Jalisco; mientras el viento hirviente aullaba entre árboles y casuarinas, la cabeza le hizo un clic: se trataba del susurro de los muertos, que saludaban a quienes iban llegando.«El calor es tanto en Comala que, los que allí mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija», escribió Juan Forn en uno de los artículos macanudos que publicaba en la contratapa del diario argentino ‘Página/12’. Repito la frase, la de la mantita en el averno, para darme ánimos cuando toca dosificar el aire acondicionado por la sinusitis y el dolor de cabeza. La luz y la longitud de estos días son impagables, pero sobrellevo mal el calor y la energía nerviosa de la canícula, esta galbana con un zumbido de avispas neuróticas en su interior.

Este año no hay veraneo. Me dispongo a sobrevivirlo en la ciudad, a pesar de que el ascensor está averiado, de las obras que atruenan en el ático y del trasiego de paisanaje en el piso turístico que nos endilgaron en la finca. Vacaciones en casa o un ‘Viaje alrededor de mi habitación’, como el que hizo Joseph de Maistre en 1794. Exiliado del terror jacobino en Turín, a De Maistre le cayeron 42 días de arresto domiciliario por haber participado en un duelo prohibido, seis semanas durante las cuales escribió esa broma divertidísima con la que pretendía parodiarlos libros de viajes, tan en boga durante la época romántica. Tenía el universo entero al alcance de su imaginación. ¿A qué gastar monises? Ni exponerse a las inclemencias del tiempo, los ladrones o —añadiríamos ahora— la eventualidad de que un fallo informático te deje en la estacada del aeropuerto. Así que se dedicó a recorrerlos 36 pasos de ancho de su cuarto«en todas las líneas posibles en geometría», del escritorio al sillón, del sillón a la cama, «esemueble delicioso donde olvidamos, durante la mitad de la vida, las penas de la otra mitad».

Veraneo domiciliario, pues, con la despensa y las estanterías bien surtidas, entre otras lecturas la de un ensayo que me llama la atención: ‘Coches, aviones y mochilas. Imágenes movedizas del mundo presente’, donde el autor, el antropólogo José Luis Anta Félez, asombrado por la electricidad de este desplazamiento perpetuo y mercantilizado, promete desde husmear en las salas de los aeropuertos, hasta escudriñar las mochilas de los peregrinos a Santiago de Compostela. La cuestión es moverse, como la cola cercenada de una lagartija. ¿Hace falta? Si en tiempos de De Maistre el viaje constituía una suerte de transformación espiritual, me temo que ahora no hay vía de escape posible cuando te encuentras el mismo Starbucks en todas las esquinas del orbe. Sigues siendo el mismo aunque te mires las bolsas bajo los ojos en el espejo de un hotel en Bali. ¿Son solo turistas los demás? Colas, aglomeraciones, otro ‘selfie’. No sé, tal vez sean celos inquietos, me digo mientras cuento los pasos que distan del escritorio a la nevera. 

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