Opinión | Juegos de París

Juan Soto Ivars

Juan Soto Ivars

Escritor y periodista

Dioses paralímpicos

La contemplación de un atleta paralímpico que parte de la base de una silla de ruedas convierte al atleta convencional en una suerte de estafador

Las mejores imágenes de los Juegos Paralímpicos

Las mejores imágenes de los Juegos Paralímpicos / JOEL MARKLUND

Partimos de la base de que detesto el deporte, tanto en la versión práctica como en la contemplativa, porque soy tan vago que hasta me cansa verlos correr tirado en mi sofá. Partimos de esta base, digo, y desde ella, para que no haya equívocos con mi reputación, lanzo la pregunta que me corroe: ¿por qué los juegos paralímpicos se consideran secundarios respecto a los olímpicos? ¿Por qué la paraolimpiada va tras la olimpiada, cuando la mayor parte del mundo está harto?

Yo no puedo ponerme unos calcetines sin rezongar y de pronto, en la pantalla, aparece una serie de señores y señoras sin brazos que nadan, sin vista que tiran con arco, sin aptitud social que juegan en equipo, sin piernas que corren, en fin: ¿no estamos ante el mayor espectáculo que el deporte puede dar? ¿No son esos atletas paralímpicos el decantado más puro de todos los motivos que empujan a los vagos a ver cómo otros se esfuerzan?

Que un atleta que lleva entrenando toda su vida y está en pleno uso de sus facultades bata un récord es un mérito, nadie va a discutirlo. Demasiada gente compite por la misma medalla como para que alcanzarla, luego de una gesta salvaje, no reciba el aplauso de las masas parasitarias del esfuerzo ajeno. Sin embargo, si el deporte competitivo en general nos habla de la superación y el sacrificio, la contemplación de un atleta paralímpico que parte de la base de una silla de ruedas convierte al atleta convencional en una suerte de estafador. ¡Con el cuerpo y la mente a pleno rendimiento cualquiera se pone unas mallas y sale disparado a pegar brincos con una pértiga!

Es como si me comparas a un escritor que viene de familia de escritores y periodistas y académicos y se crió en los mejores colegios con uno que todavía era analfabeto a los once años y vivió en Marruecos hasta que aprendió español por la televisión: si hablamos de mérito, la novela del segundo siempre tendrá algo especial. Y por más elementos que la novela del primero tenga encima de la del segundo, hay algo en Mohamed Chucky que no puede alcanzar Paul Auster.

Veo en la tele a Guo Jincheng, un chino que lleva seis medallas nadando sin brazos. No saca la cabeza del agua en todo el largo y su cráneo rapado avanza con la velocidad de un delfín, y a Teresa Perales, cuyo cuerpo se atrofia lentamente y la obliga a cambiar de disciplina. No existe nada más espectacular.

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