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Jorge Dezcallar

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Embajador de España.

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Terremotos

Son acontecimientos que nos recuerdan que vivimos en un planeta vivo que no controlamos y del que no somos dueños sino inquilinos

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Esta semana ha habido uno de magnitud 5,4 con epicentro al sur de Lisboa y cuyos efectos, afortunadamente débiles, se han sentido en la mitad occidental de la península, recordando que estamos en una zona sísmica en la que el roce de las placas tectónicas americana y africana se deja notar, de vez en cuando, en la superficie. Es lo que pasó en 1755, cuando un terremoto seguido de un maremoto destruyó Lisboa -y le permitió al marqués de Pombal reconstruirla aún más bella- y lo que ocurrió en 1960 en Agadir y también el año pasado al sur de Marrakech, con trágicas consecuencias para nuestro otro vecino, Marruecos. Son acontecimientos que nos recuerdan que vivimos en un planeta vivo que no controlamos y del que no somos dueños sino inquilinos, pues existía antes de que llegáramos y lo hará tiempo después de que hayamos hecho mutis por el foro. Lo nuestro es pagar la renta sin estropearlo.

Como muchos otros, también yo he vivido un par de terremotos y les puedo asegurar que la experiencia es muy desagradable, porque simplemente no estamos preparados para ella: no estamos preparados para que tiemble el suelo, se resquebrajen paredes y se derrumbe el entorno. Si el suelo que pisamos no es seguro, ¿qué lo es? Cuando se tambalea también lo hace nuestro universo de certezas y entonces el pánico nos impulsa a buscar cobijo en lo primero que tenemos a mano.

Eso mismo ocurre en el mundo en que vivimos, que cambia tan deprisa que resquebraja los cimientos y tumba los pilares sobre los que hemos asentado nuestra existencia. Durante milenios hemos vivido en un mundo que no cambiaba o lo hacía muy despacio: el que nacía rico moría rico y el que nacía pobre moría pobre, los ejércitos romanos, incas y napoleónicos no avanzaban a más de 4,5 kilómetros por hora, se navegaba a vela y las plagas diezmaban a la humanidad con macabra regularidad. Luis XIV tenía una fístula anal que se las hizo pasar canutas y el primer barón de Rothschild murió cuando se le infectó un diente a fines del XIX y todavía no había penicilina. Y de repente, todo cambió: la máquina de vapor construyó fábricas y creó obreros, permitió el dominio de los mares y los ferrocarriles revolucionaron las distancias y los viajes. Todo se aceleró. En 1903, los hermanos Wright “volaron” 300 metros, en 1947 surcó los cielos el primer motor a reacción y en 1969 Neil Armstrong llegó a la Luna y dijo aquello tan bonito de “un pequeño paso para el hombre pero un salto gigante para la humanidad”. Tuvo tiempo para prepararlo. 

Y desde entonces no hemos parado de correr: la revolución tecnológica, la del átomo, nos amenaza con la guerra nuclear y al mismo tiempo produce robots que nos disputan el trabajo y aumentan la productividad y el ocio; la revolución digital, la del bit, nos trae la inteligencia artificial generativa, que cambia nuestras vidas como nada lo ha hecho hasta la fecha en una aventura sin límites que es la de mayor calado nunca emprendida por la humanidad y que puede acabar mal, si al final nos domina. Si hoy el gorila está en el zoo y yo lo miro es porque soy más inteligente, ¿qué sucederá si un día la máquina es más inteligente que yo? ¿Acabaré yo tras los barrotes de un zoo? Ahora llega la revolución genética, la del gen, que permite editar el genoma humano, acabar con enfermedades hereditarias y, llevada al límite, producir esclavos o superhombres. Sus posibilidades solo se empiezan a percibir y ya plantean serios problemas éticos y morales. Y mientras todo esto sucede, los avances en medicina y salubridad han hecho que la población mundial más que se triplique entre el fin de la 2GM y hoy, pasando de 2.500 a 8.000 millones de personas, que la globalización pone en contacto estrecho, mientras también extiende los virus y crea empleo en unos lugares y lo destruye en otros, o hace que nuestros modestos ahorros puedan fundirse porque Lehman Brothers quiebra en Nueva York. 

Muchos cambios y demasiado rápidos, nuestra mente no los abarca y por eso los populismos son un fenómeno de nuestra época, pues nacen y crecen en el caldo de cultivo de una ciudadanía aturdida, desconcertada y temerosa, ante el terremoto que sacude y cambia nuestras vidas. 'Demasié pal body', que se decía, mientras algunos se aprovechan. 

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