Opinión | Verdiales

Inés Martín Rodrigo

Inés Martín Rodrigo

Periodista y escritora

Granos de arena y estrellas

He llegado a ese nuevo año que comienza en septiembre con la triste conclusión de que ojalá no tuviéramos que atravesar la muerte para aprender a celebrar la vida

Fotograma del documental de Patricio Guzmán 'Nostalgia de la luz'.

Fotograma del documental de Patricio Guzmán 'Nostalgia de la luz'. / EP

Aunque “cambia, todo cambia”, “lo superficial”, “lo profundo”, “el modo de pensar”, “todo en este mundo”, como escribió el chileno Julio Numhauser e inmortalizó con su voz Mercedes Sosa, también vuelve, todo. Incluso septiembre, con sus días, igual de largos que en el resto de meses del calendario y, sin embargo, cada vez más cortos, su rutina y su cotidianidad, odiosas y añoradas al mismo tiempo, salvadoras.

Para Carmen Laforet, los años empezaban con la llegada del otoño. Tenía, durante esa estación, su preferida, “la sensación despejada, de agradable claridad en las ideas, que sólo el agua fría, en la mañana, es capaz de proporcionarme. Me doy cuenta de que comienza un ciclo nuevo de la vida, un nuevo año. Proyectos, ilusiones, vienen a mí naturalmente. Jamás los hago en esa fecha forzada del 1º de enero”. Así lo narró, con la nitidez argumental de quien explica un teorema matemático para el que no hay otra solución posible, en uno de los artículos que publicó en la revista Destino, recopilados en el libro Puntos de vista de una mujer.

Comparto, con Laforet, ese nostálgico optimismo, su convicción sobre el modo en el que deberíamos medir, calibrar, el tiempo que únicamente transcurre sobre el papel, en almanaques y agendas. Por eso, a las puertas de septiembre, ese mes en el que todo cambia y todo vuelve, suelo recuperar ese párrafo, que conservo anotado en uno de los muchos cuadernos que amontono en mi escritorio. En uno de ellos apunté, nada más regresar a Madrid, una ciudad que, en mí, sigue despertando tantos odios como pasiones, sobre todo en verano, la conversación que, en uno de los primeros días de agosto, escuché a dos niñas en una playa de Santander.

Estaban jugando, lejos de la orilla, a enterrarse, y una le preguntó a la otra si creía que había más granos de arena o estrellas. No recuerdo qué estaba haciendo, leyendo, supongo, a Sally Rooney, pero lo dejé para tratar de memorizar las palabras que acababa de escuchar. El silencio, de la otra niña, de la mujer que estaba con ellas, de los bañistas a su alrededor, del mar, incluso, fue la única respuesta a una cuestión en la que, luego reflexioné, están representados, y hasta resueltos, todos los enigmas del universo.

Lo conté, la escena, su diálogo, en mis redes sociales, y allí me sacaron de dudas: “Parece que hay muchas más estrellas en el universo observable (aproximadamente 10 ^ 23) que granos de arena en la Tierra (de 10 ^ 18 a 10 ^ 19)”. Además, descubrí, ese mismo día y gracias a la dramaturga Andrea Jiménez, que el documental Nostalgia de la luz, dirigido por Patricio Guzmán, aborda, también, pero desde otro ángulo, esa cuestión, al confrontar la distancia entre el cosmos y la humanidad.

La película está ambientada en el desierto de Atacama, en el norte de Chile, un lugar al que, debido a la transparencia que allí tiene el cielo, acuden astrónomos de todo el mundo para observar las estrellas, y en el que los familiares de los prisioneros políticos de la dictadura de Pinochet buscan sus restos, preservados intactos gracias a la sequedad del suelo.

Aquella conversación playera y sus derivaciones me han acompañado a lo largo de mis vacaciones, en las que he leído menos de lo que me hubiera gustado, he descansado menos de lo que necesitaba y he reescrito la que será mi siguiente novela mucho más de lo que había previsto. Así he llegado a un nuevo año, justo 365 días después de que despidiera a mi padre, con la triste conclusión de que ojalá no tuviéramos que atravesar la muerte para aprender a celebrar la vida.