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Periodista y escritora
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Inés Martín Rodrigo
Periodista y escritora
Después de catorce años en el área de Cultura del periódico ABC, en junio de 2022 se incorporó al grupo Prensa Ibérica y en la actualidad forma parte del equipo del suplemento literario 'Abril', además de escribir artículos de opinión. En 2022 ganó el Premio Nadal con la novela 'Las formas del querer'. Es autora de la ficción biográfica 'Azules son las horas' (2016), la antología de entrevistas a escritoras 'Una habitación compartida'' (2020), el cuento infantil 'Giselle' (2020) y el ensayo 'Una homosexualidad propia' (2023). En 2019 fue seleccionada por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) en el programa '10 de 30', que cada año reconoce a los mejores escritores españoles menores de 40 años.
Esa cosa con alas
Tras el pitido final que colocó a España en la final de la Eurocopa, olvidé, por unos instantes, que mi padre estaba muerto. Cogí el teléfono, busqué su número para llamarle y, al ver su nombre en la pantalla, me quedé sin respiración
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Lamine Yamal, en la semifinal de la Eurocopa que España jugó contra Francia. / EFE
De niña, yo era muy futbolera. Me gustaba ver los partidos, no me perdía ninguno de los que emitían en el Canal+ de la época, pues éramos una familia, ahora lo sé, privilegiada en nuestro entorno. También me chiflaba jugar, pero en el pueblo no había ningún equipo femenino -sigue sin haberlo- y, además, no estaba bien visto que las niñas corrieran detrás de la pelota. Coleccionaba los cromos de la Liga, que cada domingo íbamos a comprar al quiosco del sordomudo -así le llamábamos porque el dueño tenía esa discapacidad, no había en nuestras infantiles palabras ningún propósito estigmatizador, sólo inocencia.
Me sabía al dedillo la alineación del Atlético de Madrid de entonces, principios de la década de los noventa, los nombres de Abel, Donato, Futre, Schuster, Aguilera, Juanito, Solozábal y compañía. Era el equipo de mi abuelo Fidel y, también, de mi madre, aunque ella era más de escuchar a Serrat y a Moustaki. Yo heredé esa pasión sufridora igual que el temperamento apaciguador de ambos, como si en los genes estuviera escrito el destino en colores rojiblancos.
Mi padre, en cambio, era del Real Madrid, y supongo -es una reflexión que he ido haciendo con el paso de los años- que debió dolerle, en su orgullo paterno, que su hija mayor, la única con la que compartía gustos y aficiones deportivas, con la que las practicaba -ciclismo, tenis, pimpón-, se decantara por el equipo de su abuelo, y de su madre, y no por el suyo. Pero se guardó esa desazón, como tantas otras cosas, casi todo lo que sentía.
Nunca se lo pregunté. No llegué a planteárselo. No porque no tuviera ocasión. Llegados a este punto de nuestra historia, esa sería una excusa demasiado fácil, y vaga. Simplemente, no quise hacerlo, me conformé con la relación que, pese a todo, fuimos capaces de construir, distante y, aun así, estrecha. No es fácil querer bien a quien no ha sido enseñado a hacerlo. La educación emocional fue una asignatura que, en este país, muchas generaciones de hombres no recibieron, ni siquiera tuvieron ocasión de suspenderla, les quedó pendiente, y eso tuvo consecuencias, para ellos y para las familias que decidieron formar.
Mi interés por el fútbol se fue atenuando con el tiempo, la literatura fue ocupando su lugar, un espacio propio que hoy lo inunda todo a mi alrededor. Si bien seguí recurriendo a ese deporte, y a otros, como recurso ante la ausencia de palabras que se interponía entre mi padre y yo cada vez que nos veíamos, un silencio que se volvía espacialmente atronador durante sus frecuentes estancias en el hospital. Así lo hice el año pasado, durante el Mundial de Fútbol Femenino, cuya celebración coincidió con sus últimas semanas.
Me acuerdo, a lo Joe Brainard, de la mañana en la que España jugó la semifinal, de los mensajes que intercambiamos a lo largo del partido, de cómo, pese a su grave estado, se esforzó por estar pendiente del móvil, por estar pendiente de mí. A los pocos días, vimos juntos la final, aunque para entonces él ya no estaba allí, había empezado a desconectarse de la vida -48 horas después, le sedaron-.
Ha transcurrido casi un año de todo aquello, y la ausencia de mi padre está resultando especialmente presente, y dolorosa, en la Eurocopa. Tras el pitido final que colocó a la Selección Española en la final del campeonato, olvidé, por unos instantes, que estaba muerto. Cogí el teléfono y busqué su número en mi agenda para llamarle. Al ver su nombre en la pantalla, 'Papá', me quedé sin respiración. Ya lo dijo Max Porter en el título de un libro precioso, 'El duelo es esa cosa con alas', y se posa sobre tu ánimo, sin avisar, en los momentos más insospechados.
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