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La consagración del fraude electoral en Venezuela

Tras autovalidar la victoria de Maduro, su régimen amenaza con nuevos medidas antidemocráticas

Nicolás Maduro.

Nicolás Maduro. / EFE

No por esperada es menos preocupante la decisión del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela de dar por válida la victoria de Nicolás Maduro en la elección presidencial del 28 de julio. El camino seguido por el régimen reúne todos los ingredientes de una farsa procesal desde que la misma noche del escrutinio el Consejo Nacional Electoral se apresuró a proclamar la reelección del presidente. Los integrantes de ambos órganos forman parte del núcleo duro del chavismo, son o fueron en el pasado militantes del Partido Socialista Unido de Venezuela, han ocupado cargos relevantes en su estructura orgánica o en diferentes instancias de la Administración y, en consecuencia, carecen de independencia de juicio para legitimar el triunfo de Maduro. No es esta una opinión que solo sostenga la oposición agrupada en la Plataforma de Unidad Democrática, sino que la comparten instancias tan poco sospechosas como el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas o personalidades tan dispuestas hasta ahora a arropar al chavismo como el presidente de Chile, Gabriel Boric.

Carece de sentido la negativa de Maduro de mostrar las actas del escrutinio so pretexto de que hay en marcha un movimiento conspirativo contra el régimen venezolano, y es de dudosa consistencia jurídica el recurso de amparo presentado por el presidente ante el Supremo para resolver el disenso. Todos los expertos en procesos electorales consideran muy garantista el sistema de triple verificación del voto que rige en Venezuela, que reduce al mínimo la posibilidad de falseamiento de las actas exhibidas por la oposición. En cambio, puede disponer el Gobierno de efectivas herramientas de manipulación para forzar la victoria de Maduro, aunque sin poder mostrar las actas, como es obvio. De ahí que Boric no dude en hablar de «consolidación del fraude».

El paso dado por Diosdado Cabello, número dos del régimen, al acusar de desacato a los líderes de la oposición y adelantar que quedarán inhabilitados para participar en futuras elecciones abunda en el propósito antidemocrático de blindar el sistema, de dejar fuera de juego a sus adversarios. Lo que es tanto como amenazar con prescindir definitivamente de la opinión de un segmento relevante de ciudadanos –mayoritario o no, solo las urnas pueden determinarlo– y, de paso, renunciar a una posible revisión del vínculo con Estados Unidos si Kamala Harris gana la elección en noviembre. En una situación de aislamiento efectivo de la oposición, la futura Casa Blanca no necesitará mayores argumentos para mantener con Venezuela la política de lazos rotos.

Se abre así una nueva etapa en la deriva autoritaria del régimen venezolano, cada vez más alejado de quienes hasta ahora lo han sostenido o justificado, caso de los presidentes de Brasil y Colombia; cada vez más aislado, más asociado y apuntalado por gobiernos tan ajenos a la democracia como los de Rusia, Irán y China. Al tiempo que se degrada sin remedio la economía venezolana se consolida un exilio que huye de la pobreza que suma más de siete millones de personas y se consagra una fractura social sin precedentes en el último cuarto de siglo, cuya imagen más impactante es la ocupación de la calle por los seguidores del Gobierno y de la oposición, a un paso de que prenda la mecha.