Opinión |
Error del sistema
Emma Riverola

Emma Riverola

Escritora

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Galia y Andrea, hijas de los dioses

Matar al padre (o a la madre) es un proceso psicológico imprescindible para la maduración

Archivo.

Archivo.

Matar al padre. O a la madre. Hacerlo cuando ya no están. Cuando solo queda la admiración de los otros. Los que nunca se sentaron en esa cocina y compartieron tazones de leche y palabras amargas. Los que nunca sintieron que su vida dependía de esa voz que consolaba o vomitaba desprecio. La mirada alzada buscando la aprobación o el castigo de su dios particular. 

Matar a la madre cuando su nombre aparece en los lomos de tantas librerías. Páginas y páginas idolatradas por legiones de lectores. La literatura postrada ante su nombre. Decidir qué papel juegas entre la gloria ajena o tu corazón herido. Conformarte con ser un personaje más de esa biografía admirada o reivindicarte como la hija herida de carne y hueso.

Matar al padre cuando las seis letras de su nombre y apellido están asociadas a la lectura más excelsa. Cuando sus palabras son utilizadas para convocar la paz y el entendimiento. Callar y mantener incólume la herencia o atreverse a hablar. Porque necesitas vivir una catarsis. Porque solo así podrás respirar en libertad.  

Un par de años y miles de quilómetros separan a la hija de Amos Oz y a la hija de Alice Munro. Galia Oz nació en Israel en 1964 y Andrea Robin Skinner en Canadá en 1966. Ambas, una vez muertos sus celebrados progenitores, se han atrevido a rasgar públicamente su imagen impoluta. La primera publicó un libro donde denunciaba un maltrato continuado: “Cuando era niña, mi padre solía golpearme, maldecirme y humillarme. Me decía que era basura. Un maltrato rutinario lleno de sadismo”. En el caso de Robin Skinner, acusa a su madre de seguir apoyando a su marido a pesar de confiarle que el hombre había abusado sexualmente de ella cuando era una niña. Mientras que el testimonio de Galia Oz ha sido puesto en entredicho por sus hermanos (aunque afirman algunos episodios de maltrato), el relato de Andrea Robin es incuestionable, su padrastro fue condenado años después por un tribunal.

Matar al padre (o a la madre) es un proceso psicológico imprescindible para la maduración. Gritos, llantos y dolor cuando la ruptura es abrupta o un simple tira y afloja cuando se revisan las normas, las opiniones o los corsés familiares. A medida que el autoritarismo ha dejado de ser el único modo de educar, también el tránsito al mundo adulto se ha revestido de mayor serenidad. El proceso es necesario para que los hijos adquieran autonomía y el control propio de la vida. A los padres les toca morir y resucitar en otro tipo de relación, superada una jerarquía que ya no tiene sentido en el mundo adulto. 

Pero no siempre se puede. El infierno se esconde en muchos hogares y, en ellos, no hay rastro de Satanás. Tan solo hombres y mujeres que no saben o no quieren establecer relaciones de confianza y respeto con sus hijos. O algo peor. Entonces, el ídolo de la infancia se rompe y ya no se sabe qué hacer con los pedazos. Galia y Andrea han querido mostrarlos al mundo, aunque sabían que no serían sus nombres los que coparían los titulares. Sus fantasmas permanecerán eternos en las páginas de los libros.  

Suscríbete para seguir leyendo