Opinión | Adiós a la escritora

Ernest Folch

Ernest Folch

Editor y periodista

La última bronca de Rosa Regàs

Rosa Regás

Rosa Regás

Era el mes de marzo. Acababan de llegar a Navona las últimas pruebas de su último libro, “Un legado”. Se confirmaba lo peor: teníamos que volver a aplazarlo, hacía falta otra revisión, todavía había incoherencias, saltos temporales, repeticiones evitables. Había que volver a posponer la salida del libro. ¿Y ahora cómo se lo digo a Rosa?, me dije. Tragué saliva, y la llamé. Rosa, le dije, no saldremos por Sant Jordi, lo aplazamos a mayo. Ya veo que no quieres publicar el libro, me dijo con dureza, y me maltratas. Se hizo un silencio profundo y doloroso, que rompí: no tienes derecho a decir algo así, Rosa. ¿Pero entonces por qué tardas tanto en publicar mi libro?, me espetó. Balbucée una respuesta cualquiera, incoherente, que a pesar de sus 90 años ella intuyó insuficiente e incomprensible.

Fue un diálogo absurdo, en el que la verdad no podía ser contada, la verdad que no era otra que por culpa de su vejez, de sus olvidos y de su creciente cansancio avanzábamos a paso de tortuga. Y como no tenía ganas de decirle que lo aplazábamos por culpa de su edad, le dije que todo había sido por un descuido nuestro, y que no volvería a suceder: saldríamos definitivamente en mayo. Al otro lado del teléfono, la sentí aliviada y ganadora. Fue la última reprimenda de Rosa, y cuando colgué tuve la certeza de que ya no volveríamos a discutir jamás. Me acababa de honrar con su última bronca, la marca de su inolvidable carácter.

Llegó mayo, el libro se imprimió ‘in extremis’ y llegamos a punto para la presentación en Llofriu. Fue en una mañana radiante de primavera, en la que Rosa pudo enseñar la balsa donde se bañó desnuda, al alba, cada día hasta el final, la biblioteca majestuosa que empezó a construir con los libros que le había regalado su madre, y el porche desde el que seguía soñando con cambiar el mundo. Este último día en Llofriu quedará fijado en nuestra memoria como uno de estos acontecimientos mitológicos, fuera del tiempo, por los que vale la pena editar y vivir. Allá, en el corazón del Empordà, la voz de Rosa ya resonaba aquel último día como un recuerdo nostálgico de un mundo que ya se ha ido para siempre, en el que la izquierda ilustrada pensaba que el mundo se podría cambiar leyendo, editando o escribiendo.

En medio del jardín, en uno de sus gloriosos arranques, todavía tuvo tiempo de lanzar su última invectiva contra el estado desalmado y asesino de Israel y su indignación por las mujeres que siguen muriendo por culpa de la violencia doméstica. Eran los últimos chispazos de un alma insobornable, y quizás porque en realidad todo era muy bonito y muy triste a la vez, decidí irme sin decir nada, pensando que ella no se daría cuenta. Pero cuando ya estaba en la puerta, oí un grito sin voz: era Rosa. ¿Pero dónde vas?, me dijo, sobre todo dale muchos recuerdos a tu madre. Nos cogimos de la mano un buen rato, en silencio. Fue un instante, en Llofriu, pero que vale eternamente.

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