La espiral de la libreta
Olga Merino

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Periodista y escritora

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Obituario canino

Ha muerto Drac, un gran perro. Pocas gratitudes resultan tan hondas como la de un animal rescatado del maltrato, el dolor y el hambre. Fidelidad de hierro  

Drac, mi perro, cariñoso sin empalago.

Drac, mi perro, cariñoso sin empalago. / Olga Merino

El miércoles de esta semana, 'The New York Times' traía un obituario canino. Mejor dicho, una columnista se despedía de su perro, un chucho abandonado que recogió con su marido durante la pandemia y que ha muerto a deshora, demasiado joven, de una lesión medular. Le pusieron un buen nombre: Rascal (Bribón). Leer el artículo me reconfortó y sobre todo me ayudó a desprenderme de algún velo de pudor para hablar del mío. Después de todo, la vida consiste en parte en eslabonar pérdidas. El aprendizaje de sobrellevarlas. Mi perro, el perro de mi hermano en puridad, murió el pasado 12 de junio, el día de la gran lluvia; caía una manta de agua. Tuvimos que llevarlo al veterinario para que lo sacrificara con la inyección de pentobarbital. El adiós es insoportable.

Drac, que así se llamaba, era una mezcla de fox terrier, pastor belga y vete a saber qué más, un animal sin pedigrí pero más listo que el hambre; debió de pasar mucha en su primer año de vida. Mi hermano, Raúl, lo rescató de la perrera de Gavà, que ya no existe. Escogió a Drac porque tenía un no sé qué, una mirada distinta, y los ojos del color de la miel. Aunque sus compañeros de cautiverio, perros de mayor envergadura, lo marcaban, él no se dejaba amedrentar: uno de sus puntos fuertes fue un terco instinto de supervivencia. Recuerda mi hermano que acercó una piedra a la valla, y mientras los demás chuchos se daban topetazos contra los barrotes, al nuestro se le ocurrió excavar un túnel en la tierra para hacerse con ella al otro lado de la reja. Otra virtud: la independencia, el cariño sin empalago.

Supongo que es cierto; pocas gratitudes se demuestran tan hondas como la de un perro al que han salvado del maltrato, del dolor, del hambre. Fidelidad de hierro. Saber que acompañó a mi hermano durante una temporada de soledad pesante me bastó para empezar a quererlo. Mi convivencia con él fue esporádica, sobre todo en verano. Los amigos, la familia, un amante te brindan muestras de afecto, pero ¿quién te recibe con ese desborde de alegría? En ocasiones me hacía enfadar, obligándome a llamarle Dragón, que suena más contundente. Su descubrimiento de la nieve fue un espectáculo. Una vez que tuve fiebre altísima no se despegó de mi lado. Los primeros días tras el divorcio fueron mucho más llevaderos con su cariño, pues, de alguna manera, comprendía qué estaba pasando. Yo creo que entienden, a su manera perruna; esa expresión en la mirada parece a veces a punto de trascender el estadio animal. Cuentan que la mascota de Emily Brontë, un cruce de mastín inglés y bulldog, se pasó días y días tumbado frente la puerta del dormitorio tras el fallecimiento por tuberculosis de su dueña.

La mecánica de la muerte —el papeleo, la incineración, la urna, el aviso a los amigos— se parece demasiado a la de los humanos. También, el deterioro. Drac, aquel bello animal, puro salto y energía, caminaba en sus últimas semanas con la fragilidad de una araña borracha. Cuánto amor. Conservarlo en la memoria es una brizna de inmortalidad.                   

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