Periodista y escritora
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Assange, el precio de la libertad
El fundador de WikiLeaks ha tenido que declararse culpable. Pese a las sombras del personaje, su calvario es una afrenta contra el derecho a la información. Qué lejos queda el caso Watergate
Julian Assange ya es libre. Culmina así su odisea tras un pacto sellado en las Islas Marianas del Norte, descubiertas por Magallanes en 1521 y que España vendió al imperio alemán en 1899 tras haber perdido la guerra contra Estados Unidos y las colonias de Cuba y Filipinas. Durante la segunda guerra mundial, el Ejército norteamericano tomó la isla de Saipán, la mayor del archipiélago, hoy un territorio libre asociado a EEUU, como Puerto Rico. Es allí donde el fundador de WikiLeaks ha querido mantener su careo con la justicia de Washington. No se fiaba. Cuanto más lejos, mejor; a más de 9.000 kilómetros del primer puerto norteamericano en tierra firme. Tan largo ha sido el periplo hacia la libertad, desde Londres hasta Canberra, que su esposa y abogada, Stella Assange, ha solicitado ayuda económica a sus seguidores, a través de la red social X, para sufragar la «deuda enorme» del chárter fletado: 520.000 dólares. Se le prohibió viajar en un vuelo comercial.
Assange ya está en casa, en Australia, una noticia estupenda para él, para su familia y para su salud mental, después de casi 12 años de cautiverio: 7 en la Embajada de Ecuador en el Reino Unido —temía que si sacaba la cabeza a la calle, lo detuvieran— y 5 en la prisión de alta seguridad de Belmarsh, en una celda pequeña, en régimen de aislamiento, con una hora al día para ejercitar el cuerpo. Una buena nueva en lo personal, sí, pero relativa en lo público. La libertad siempre tiene un precio, en este caso el de haberse autoinculpado de «conspiración para obtener y difundir ilegalmente información clasificada relacionada con la defensa nacional de Estados Unidos», en virtud de la Ley de Espionaje de 1917, aprobada en el contexto de la primera guerra mundial, sin precedentes de aplicación contra un periodista en ejercicio (nadie fue perseguido por el caso Watergate). Era solo uno de los 18 cargos criminales que pesaban contra él y que podían haberle supuesto 175 años de cárcel.
El doble rasero, la doble moral de EEUU en el tablero geopolítico ya los intuíamos o incluso conocíamos en algunos asuntos muy concretos; América Latina, por ejemplo. Las filtraciones de WikiLeaks pusieron negro sobre blanco atropellos contra los derechos humanos en las guerras de Afganistán e Irak, que familiarizaron al mundo, por desgracia, con los malditos «daños colaterales». Lo que hizo Assange fue contar al mundo asuntos de interés público; como tantos otros reporteros de investigación, que buscan la verdad bajo las piedras, recurrió a todo tipo de fuentes, también extraoficiales. La delgada línea roja.
Otra cosa es el personaje. Prepotente, quizá exhibicionista, errático, a veces más activista que informador. Pero ha pagado un precio altísimo en su carne, y su autoinculpación establece un mal precedente. ¿Quién se atreve ahora a buscar una garganta profunda? ¿Quién vigila el pozo negro de los estados? Corren malos tiempos para la libertad de prensa, que algunos quisieran ver sepultada en la fosa de las Marianas, bajo el mar, a 11.000 metros de profundidad.
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