Opinión
Albert Soler

Albert Soler

Periodista

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Pedro Sánchez juega a las cartas

Pedro Sánchez y Begoña Gómez, en el mitin de Benalmádena.

Pedro Sánchez y Begoña Gómez, en el mitin de Benalmádena. / EFE

A mí me da igual si Pedro Sánchez declara la guerra a Israel y a Argentina a la vez, me da igual hasta si su señora trabaja de conseguidora, solo le pido que me ahorre la vergüenza de sus cartas. Que he llegado al punto de que, cuando voy de restaurante y el camarero me ofrece la carta, tengo miedo de que sea otra de Sánchez. Termino siempre pidiendo el menú, por si acaso. No es demandar demasiado que se deje de cartas, que ya entendimos a la primera que está profundamente enamorado, que todo es fango -qué manía le ha dado con el fango- y que hay normas no escritas que solo él conoce y que deben seguirse como si fueran las tablas de la ley.

Mi abuela Quimeta, que era una sabia a pesar de no haber ido jamás a escuela, se maliciaba de los hombres que jugaban a las cartas. Mala gente, me decía. Eso es lo que está haciendo Sánchez, jugar a las cartas, y además de marcarse faroles le canta las cuarenta a todo aquel que le tosa a su señora, desde la prensa a los jueces. Lo único que está consiguiendo es destrozar los hogares españoles. El otro día mi mujer me contó que le habían puesto una multa por exceso de velocidad. ”Vaya por Dios”, respondí sin apartar la vista del televisor, lo mismo que harían todos los hombres de bien, ya que jamás de los jamases puede uno responder algo así como “no haber corrido tanto” a menos que quiera iniciar una crisis conyugal. Esta vez, por culpa de Sánchez, la respuesta no fue suficiente.

-Si me quisieras de verdad, escribirías una carta pública declarándote muy enamorado y acusando a la Dirección General de Tráfico de echarme fango encima porque me tienen manía.

Con esa afición a jugar a las cartas, el presidente del gobierno está hundiendo su prestigio, el del gobierno y el del país, aunque eso tiene poca importancia, ninguno de los tres ha tenido nunca mucho. Lo peor es que está hundiendo matrimonios, dentro de poco todas las esposas van a exigir cartas públicas de sus maridos ante cualquier contratiempo.

-Hoy la vecina del cuarto me ha mirado mal al entrar en el ascensor, y todo porque le dije que vaya con cuidado al tender la ropa, que gotea sobre la nuestra. Ya estás redactando una carta a la ciudadanía, qué se habrá creído la tipa esa. Y a la próxima reunión de vecinos, me llevas contigo para que todos me aplaudan mucho, como hace Pedro con Begoña.

También es verdad que, de tanto jugar a las cartas, Sánchez está perdiendo las formas; al final va a tener razón mi abuela que esos hombres no son de fiar. En la primera carta llamó “mi esposa” a Begoña, y en la segunda la rebaja ya a “mi pareja”, a ese ritmo, en la tercera -porque la va a haber, eso de las cartas es un vicio que cuesta dejar, también lo repetía la yaya Quimeta- se referirá a ella como “mi compañera de piso”. Ni siquiera repite lo de que está “profundamente enamorado”, con lo que lloró Almodóvar al leerlo.

Una vez una amiga mía defendió a Sánchez con los argumentos de que “es guapo y habla inglés”, cualidades que a mi entender son útiles para trabajar de azafato de congresos o incluso de chapero, pero que se me hace difícil valorarlas en un presidente de gobierno. Ahora que ha demostrado su habilidad con las cartas, para cuando deje la presidencia, puede ganarse la vida como tahúr, que ahí se gana más dinero.

Estoy leyendo estos días 'El mal de Portnoy', y al infortunado protagonista, cuando tenía nueve años, se le metió un testículo hacia dentro. Pasó semanas buscándolo al tacto, hasta que no supo más de él y entonces empezó el temor: ¿y si va subiendo, hasta que un día, al abrir la boca para hablar en clase, me descubren el huevo izquierdo en la punta de la lengua? Algo así puede pasar con el mal de Sánchez y un día, al hablar en un mítin, le vamos a ver en la punta de la lengua no un huevo, sino una carta a la ciudadanía. Mal vicio, el de las cartas, ya lo decía mi abuela.