Opinión |
Verdiales
Inés Martín Rodrigo

Inés Martín Rodrigo

Periodista y escritora

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Ayuda

La necesidad de amparo es una condición humana, y no hay que asociarla con la debilidad, como esta sociedad nuestra, estúpida en su infinito individualismo, nos impele a hacer

Sílvia Pérez Cruz, durante un concierto en el Teatre Tívoli de Barcelona.

Sílvia Pérez Cruz, durante un concierto en el Teatre Tívoli de Barcelona. / Jordi Cotrina

Hacía tiempo, entre mucho y bastante, que, aunque pueden ser sinónimos, no significan lo mismo, no cuando quieres ponderar, que no lloraba de pura emoción. Me pasó, ¡albricias!, el pasado sábado, durante un concierto de Sílvia Pérez Cruz (Palafrugell, Girona, 1983). La admiro desde que la descubrí con su primer disco, 11 de noviembre, que ya tiene más de una década. Pero, por esas circunstancias de la vida que te llevan a vivirla sin ser muy consciente de estar haciéndolo, sobre todo en determinadas épocas, personales e históricas, nunca la había visto en directo.

Tampoco, pese a dedicar mi tiempo profesional al periodismo, había tenido la suerte de conversar con ella, de escuchar esa voz asombrosa, capaz de armonizar estilos dispares y hacerlos converger en una melodía honda y vibrante. Estaba, por tanto, mi ánimo agitado, expectante ante la ocasión que por fin se me presentaba, y tendente al nerviosismo, pues temía que, por lo que fuera, un mal día, suyo, mío, yo saliera del auditorio defraudada.

Nada más lejos de una realidad que me condujo a un estado casi lisérgico, de comunión con cerca de mil quinientas personas (el aforo estaba completo), y me permitió derramar esas lágrimas bonitas que no surgen del penar, sino del sentir. Fue durante la interpretación de Ayuda (Martín), canción surgida de un poema que en el último disco canta con el músico argentino Juan Quintero y que esa tarde condujo de la mano de Carlos Montfort, un virtuoso de la voz y de los instrumentos que la acompaña desde hace años ya.

En ella se apela a la inexorable necesidad de pedir ayuda, de liberarnos de las alforjas del orgullo, a veces tan soberbio, y reclamar esa mano amiga, fraternal, que nos alivia el peso de la vida. Porque, sí, la vida, por instantes que se antojan eternos, tan largos como años, incluso décadas, pesa. Y ni en la soledad más elegida puede uno acarrear con ella, llevarla en brazos, exhaustos del mero arbitrio del existir. Esa necesidad de amparo es una condición humana, y no hay que asociarla con la debilidad, como esta sociedad nuestra, estúpida en su infinito individualismo, nos impele a hacer.

Mientras escuchaba sus palabras, “ayuda, ayuda, adiós a la vista, la lengua ruda”, cerré los ojos, húmedos ya sin contención posible, y pensé, no en mí, en lo tendente que soy a encerrarme en mi propio sufrimiento, físico y psicológico, a no compartirlo para no herir más, para no desparramarlo, como si fuera contagioso, sino en mi padre. Recordé su virilidad, ultrajada por la peor de las enfermedades, la que te condena a una muerte lenta y segura, su resistencia, resiliencia y aguante, mantenidos hasta el final. Me acordé de su cuerpo, escuálido los últimos meses, y del pudor que siempre sintió, de lo mucho que se resistió a recibir los cuidados que él ya no podía dispensarse solo, a pedir esa ayuda que le habían enseñado a no reclamar jamás.

Se agolparon en mi mente, de pronto, todas esas imágenes que, a lo largo de estos meses en los que, sin tino, he transitado por el duelo, he procurado evitar. Evoqué a mi padre sedado, pero todavía lúcido, tendido en el sofá, luego en la cama, conducido al baño, allí lavado, acariciado sin que hubiera ya reparo posible, velado y despedido. “Me alegro de verte, papá”. Eso fue lo último que me escuchó decir, y lo mismo me respondió él: “Yo también, hija”. Fue su manera de decir, finalmente, “ayuda, ayuda”.

Una vez acabada la canción, intenté regresar al gozoso presente en el que me encontraba, no desperdiciarlo, disfrutar de la sensación de estar viva de milagro, saber que, si lo estoy, es, en parte, gracias a él. Y lo conseguí. Al llegar a casa, busqué la habanera que Sílvia Pérez Cruz compuso en memoria de su padre y el de Rozalén, los dos fallecidos, Amor del bo: “No em deixis pensar amb dolor. Jo et ploro perque t'enyoro. Però em fa somriure, m'ajuda viure aquest camí, i aquest destí que ens ha fet família”. Ahora te canto, padre, ya no te lloro.