Opinión |
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Josep Maria Fonalleras
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Joan Roca: una historia de memorias y estremecimientos

Es muy difícil hablar de uno de los hermanos sin pensar en los otros dos. El plural es una de las marcas de la casa, porque uno de los rasgos fundamentales de su filosofía es "el valor de la familia como núcleo de trabajo integrador"

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El cocinero Joan Roca, en 2021

El cocinero Joan Roca, en 2021

Hay, al menos, dos dificultades a la hora de hablar de Joan Roca. La primera es que mucha gente conoce ya la historia de los tres hermanos. La segunda es que es muy difícil hablar de uno de ellos sin pensar en los otros dos. Este “engranaje que se cohesiona plácidamente”, como dice el propio Joan, se percibe en el día a día y también en fechas memorables, como por ejemplo el otorgamiento de un doctorado honoris causa. Por definición, este tipo de reconocimiento es individual, pero cuando Joan Roca lo recibió (de la Universitat de Girona, en 2010), empezó así su parlamento: "Estamos muy contentos de recibir la investidura". El plural es una de las marcas de la casa porque, de hecho, uno de los rasgos fundamentales de su filosofía es "el valor de la familia como núcleo de trabajo integrador". Tres en uno o uno que se explica porque hay otros dos. Y también sus respectivas parejas, que forman parte del conglomerado rocoso. Y todavía podemos añadir, no sin un evidente orgullo paterno, certeza de la continuidad, a los hijos: Marc Roca (de Joan) y Martí Roca (de Josep).

Esta es una historia, contada cientos de veces, que nace en el valle del Llémena, con la abuela Angeleta como cocinera de Can Reixach, se traslada al barrio de Taialà, núcleo de la inmigración, en Girona, en los años 60, de la mano de los padres, y se consolida con la apertura de un restaurante –El Celler de Can Roca– en 1986, justo al lado del negocio que empezó como una casa de comidas de carretera. El resto, es literatura, una conjunción de ”esfuerzo, sacrificio y perseverancia”, que se ha convertido no solo en un templo gastronómico de renombre internacional, sino también en un entramado de negocios que, de algún modo, culminan ahora con la apertura de Esperit Roca, un complejo de restaurante, bodega y hotel, que también incluye una exposición sobre la historia del Celler, un espacio de investigación y una destilería. Los Roca han abierto este jueves el Esperit Roca en una antigua fortaleza en la montaña de los Sants Metges, en Sant Julià de Ramis, muy cerca del poblado ibérico (la Kerunta mítica que se convirtió en Gerunda romana y, después, en Girona). Un espacio simbólico restaurado por los arquitectos Fuses-Viader y que ofrece, entre otros atractivos, una cúpula de siete metros y medio de altura que es como si tuvieras a tocar el óculo del Pantheon. Sin dejar de lado el buque insignia y todo el resto de satélites que han ido despegando en los últimos años, los hermanos servirán aquí los platos de siempre, los que empezaron a configurar su fama, desde del Parmentier de bogavante con trompetas de la muerte al Timbal de manzana con foie gras al aceite de vainilla.

Es necesario retener un dato importante. Cuando en 1986 deciden emprender la primera aventura, después de haber pasado la infancia en los fogones familiares, en el mostrador y en las mesas del comedor, después de haber estudiado en la Escuela de Hostelería de Girona, Joan tiene 22 años y Josep (Pitu) tiene 20. Son muy jóvenes. Mucho. Hay una foto de la época, ataviados a la manera clásica (cocinero con sombrero alto de chef; camarero de vinos con pajarita) en la que, casi unos niños, miran al mundo con una mezcla de inconsciencia, audacia y asombro. Aún no piensan en “fijar los aromas volátiles”. Joan todavía no se ha adentrado en la cocina al vacío, en el uso de aparatos que revolucionarán la gastronomía, todavía no tiene en la cabeza lo que llamarán “perfumecocción”, todavía no se ha atrevido a pensar que el humo se puede solidificar, que el vínculo con la tierra será comestible. No saben, estos dos chiquillos (y el hermano pequeño, Jordi, que va en bicicleta por las calles polvorientas del barrio) que un día llegarán a la cima y que allí se mantendrán.

De pequeño, una mañana, Joan está enfermo. La abuela Angeleta le da trocitos de cordero con pan con tomate. Con las tijeras, corta todo muy pequeño, para que el niño pueda tragar bien. Al cabo de los años, ese niño, del recuerdo, de la evocación, creará un plato que los comensales del Celler probarán con placer. Muchos no sabrán su origen. Él sabrá que "la capacidad de transmitir emociones" es también, y sobre todo, un homenaje a los que nos precedieron. ”De todos los maestros que he tenido", dirá, "ninguno ha influido tanto en mi cocina como la madre que me parió, cerca de las ollas". Esta es una historia que es un cuento. Con estremecimientos y memoria, con ciencia y artesanía, con constancia y compromiso.

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