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NADA ES LO QUE PARECE
Albert Sáez

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Director de EL PERIÓDICO

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'Robado' de Puigdemont ante un mar de cámaras

Carles Puigdemont al finalizar su discurso con su abogado Gonzalo Boye.

Carles Puigdemont al finalizar su discurso con su abogado Gonzalo Boye. / AP

Lo ocurrido este jueves en el Parc de la Ciutadella de Barcelona es una gran metáfora de la cultura actual. Vivimos en la dictadura de la imagen. Se basa en aceptar como verdadera una afirmación que es, simple y llanamente, una solemne estupidez: “una imagen vale más que mil palabras”. Lo de Carles Puigdemont no fue otra cosa que la traslación a la política de los falsos “robados” de las folclóricas en la playa como el que regalaba cada año Ana García Obregón a los paparazzi. Como todo buen prestidigitador, Puigdemont consiguió que miles de cámaras, llevadas por profesionales y por ciudadanos, enfocaran a una comitiva en la que ya no estaba. Y lo que se preparó como el epílogo del llamado “exilio” acabó siendo el prólogo del “delirio”. La represión, desde el jueves, en el relato del independentismo mágico corre ahora a cargo de los Mossos, de la Generalitat españolizada de PSC y ERC . Me cuesta creer que los que sostienen este argumento se lo crean.

Los Mossos no pueden ser el 3Cat

Que los conductores y realizadores del especial del 3Cat sobre el retorno de Puigdemont estuvieran más de un cuarto de hora narrando el desplazamiento del expresident en un comitiva en la que ya no estaba el expresident se explica por la capacidad de sugestión del personaje. Hay catalanes que no ponen nunca en duda lo que les dice el líder carismático del momento. Lo que resulta incomprensible es que los Mossos que tenían la instrucción judicial de detener a Puigdemont estuvieran mirando la tele en lugar de tener localizado al sujeto. Y sus jefes, políticos y policiales, se cabrearon de manera que dirigieron nuestra mirada hacia otro lado para tapar su ridículo: la operación Jaula. Pero la bolita no estaba allí sino en el mismo Arc del Triomf. La gran incógnita es que no sabemos con quién se cabrearon de verdad. ¿Con Jordi Turull con el que habrían negociado las circunstancias de la entrega? ¿Con los agentes que ayudaron al expresidente a dejar en ridículo a todo el cuerpo? ¿Con alguien de la facción contaría a la que ha comandado la policía en esta legislatura que habría movido los hilos internos y que prepara su regreso mesiánico para salvar el honor de la institución? El comisario Eduard Sallent no es de sangre caliente, así que algo grave habrá ocurrido para que perdiera su conocida capacidad de autocontrol. Sea como fuera, hay trabajo para el nuevo Govern en los despachos de la calle Diputació y en los del complejo Egara. En la policía no puede haber sumisión política de los mandos, pero tampoco puede haber poderes paralelos que traten de vapulear a los responsables políticos a ritmo de las filtraciones interesadas y que los vayan poniendo y quitando a su conveniencia en base a juegos cruzados de connivencias. El autogobierno quiere decir esto.

Illa no es serio, es normal

En medio se ese circo, un joven periodista radiofónico especulaba la tarde del jueves sobre el estado de ánimo de Salvador Illa mientras era investido en el Parlament. Advertía de la posibilidad de que el candidato estuviera malhumorado por ser elegido en estas circunstancias. En la Catalunya convergentocéntrica todo gira entorno a Puigdemont. Illa mientras accedía a la presidencia solo era en ese universo “el otro protagonista del día”. Y claro no podía hacer otra cosa que estar triste y desconsolado. Cuando el protagonista es un payaso, cualquier mortal parece triste. Igual el problema es otro, y podría incluso pasar que el nuevo presidente, como el saliente, se tome más en serio la institución de preside que el que hace y deshace a su antojo llenándose la boca de la dignidad de la presidencia. Illa era el jueves muy consciente de la gravedad del momento, pero no estaba malhumorado como saben quienes le conocen mínimamente y le han tratado. En cambio, en el banco de la nueva oposición los que se mostraban muy seguros de estar gestionando otra jugada maestra, subían el tono de voz y la gesticulación para eclipsar el cabreo que llevaban al haber sido actores de una representación sin que el protagonista les hubiera enseñado el guion ni les hubiera explicado el final. En la dictadura de la imagen, solo cuenta lo que sale en el cuadro que enfocan las cámaras y ahí nada es lo que parece.

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