Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).
Jesús A. Núñez Villaverde
Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).
Juegos Olímpicos, paz y guerra
Derivado de su propia espectacularidad y de su impacto mediático la cita olímpica se convierte en una oportunidad para los violentos de todo signo, interesados en provocar el mayor daño posible
Cuenta la leyenda que en la antigua Grecia se establecía una tregua olímpica durante la celebración de los Juegos, desde una semana antes hasta una semana después, protegiendo tanto a los atletas como a los visitantes extranjeros. En su versión moderna, y dado su carácter de acontecimiento planetario, sus promotores han optado por rebajar el nivel de ambición y tan solo proclaman que con ellos se pretende promover la paz. A la vista está que esa cita cuatrienal poco ha contribuido a la paz mundial y ni siquiera ha logrado, como también arguyen sus responsables, estar al margen de la política.
Por un lado, las dos guerras mundiales impidieron su celebración en tres ocasiones (1916, 1940 y 1944) y la violencia se ha hecho presente en la propia villa olímpica, como tristemente ocurrió en Melbourne (1956; pelea sangrienta entre waterpolistas soviéticos y húngaros), Múnich (1972; asesinato de 11 atletas israelíes) o Atlanta (1996; explosión de una bomba entre el público). Derivado de su propia espectacularidad y de su impacto mediático la cita se convierte así en una oportunidad para los violentos de todo signo, interesados en provocar el mayor daño posible. La consecuencia es que para el país anfitrión la celebración se convierte en un reto para los servicios y fuerzas de seguridad con el propósito de evitar una tragedia que manche su imagen internacional.
Por otro, la política ha estado presente de manera nada disimulada a lo largo de toda su historia. Basta con ver, para empezar, la dura competencia entre ciudades candidatas por lograr la designación como sede, implicando a gobernantes de todas las familias políticas para lograrlo (tráfico de influencias y corrupción incluidas), conscientes de que en términos de poder blando ('soft power') es uno de los activos más codiciados a nivel mundial (Hitler lo tuvo muy claro en los que albergó Berlín en 1936). A eso se añade el interés de otros por dar a conocer sus causas (México, 1968, black power).
En esa misma línea hay que mencionar la decisión de boicotearlos, como ocurrió en plena Guerra Fría con los celebrados en Montreal (1976; 22 países africanos se ausentaron en protesta contra la Sudáfrica del apartheid), Moscú (1980; 61 países, liderados por EEUU, en protesta contra la invasión soviética de Afganistán) y Los Ángeles (1984; quince países, comandados por la URSS, devolvieron la pelota a EEUU). Y todavía hay que añadir las sanciones que el Comité Olímpico Internacional impone de manera harto discrecional, como ocurrió en Amberes (1920, contra los derrotados de la I Guerra Mundial), en Londres (1948, contra Alemania y Japón), así como contra Sudáfrica (de 1964 a 1988), Yugoslavia (1992), Afganistán (2000), Irak (2008) y ahora Rusia y Bielorrusia, por su implicación en la invasión de Ucrania. Que Israel pueda participar, a pesar de las brutales violaciones que su gobierno está cometiendo en Gaza, solo se explica por la existencia de una doble vara de medida que el COI no tiene reparo en usar a su antojo.
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