Opinión |
Paz mundial
Anna Grau

Anna Grau

Periodista, escritora y exdiputada en el Parlament

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Hammarskjöld

Cuando Olof Palme subió al avión del que ya no bajaría, es casi seguro que era muy consciente de que ya solo le quedaba una opción. Morir por aquello por lo que no le dejaban vivir.

Olof Palme, en octubre de 1975.

Olof Palme, en octubre de 1975. / ARCHIVO

¿A cuántos lectores el título de esta columna no les dice nada, o se creen que es un mueble de Ikea? Si eso es una vergüenza, es una vergüenza ampliamente extendida. Yo misma no había oído este nombre hasta hace unos meses. Mi amiga y gran periodista Esther Jaén me presentó a Sven-Eric Söder, antiguo secretario de Estado de Asuntos Exteriores del gobierno sueco y también antiguo presidente de la Fundación Internacional Olof Palme. 

Él nos preguntó si habíamos visto 'Hammarskjöld. Lucha por la paz', película rodada el año pasado, que ha pasado fugacísimamente por las grandes pantallas de nuestro país. Yo la vi el 15 de julio en un cinefórum organizado por la infatigable Anna Balletbò en nombre, pues eso, de la Fundación Internacional Olof Palme.

La película cuenta el último tramo de la vida del que fue secretario general de la ONU en pleno proceso de ¿descolonización? y en plena Guerra Fría. Los soviéticos le odiaban. Nikita Kruschev pidió a gritos su dimisión. Kennedy no, pero le hizo espiar; le saboteó cuando le convino y dio luz verde a la CIA para ayudar a cargarse a Patrice Lumumba, el presidente del Congo recién descolonizado que no pudo ser porque los belgas se resistían a soltar las minas allí y porque el propio Lumumba cometió el error de arrojarse en brazos de la URSS. No es imposible que Washington y también Londres algo tuvieran que ver en el 'accidente' aéreo en África que acabó con la vida del propio Hammarskjöld cuando se dirigía a una negociación imposible, con los cascos azules de la ONU recién creados cercados por un infierno de caos e hipocresía.

A poco que sepas cómo va el mundo, te pasas media película pensando que Hammarskjöld era un aristócrata fallido, un ingenuo soberbio y hasta un friqui. ¿De verdad se creía que la ONU podía servir para otra cosa que para llevar los cafés a las grandes potencias? Aunque se apuntó algunos grandes éxitos diplomáticos -que la película no menciona- en China, Suez, Irak y Laos; en Congo la cagó sin paliativos. Todo lo que hizo acabó en desaguisado total.

Pero mediada la historia te das cuenta de que él también se da cuenta. Y que, lejos de buscar excusas o de quitarse de en medio, hace lo que nadie se esperaba: perseverar serenamente, con todo en contra, hasta el final. Cuando subió al avión del que ya no bajaría, es casi seguro que era muy consciente de que ya solo le quedaba una opción. Morir por aquello por lo que no le dejaban vivir.

Si usted no sabe quién era Hammarskjöld, a pesar de que le dieron el Nobel de la Paz póstumo, pregúntese por qué. Hay fracasos que iluminan el universo. Si la ONU, a día de hoy un espectro o incluso una caricatura del magno sueño de aquel sueco tan carismático como enigmático -¿místico oculto? ¿homosexual todavía más oculto?-, no ha desaparecido del todo, ni perdido del todo su sentido, si queda una remota esperanza de… algo, es por él. Descanse en paz y en el mayoritario olvido hasta que estemos todos preparados para recordarle.

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