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Fútbol
Miqui Otero

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Escritor

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La sociedad del gol en propia puerta

No sería extraño ver una cascada de autogoles vitales, ni que el Síndrome Bartleby fuera más allá de la Eurocopa con más autogolazos de la historia

Lamine Yamal, Morata y Carvajal celebran el autogol de Calafiori ante la tristeza de Chiesa.

Lamine Yamal, Morata y Carvajal celebran el autogol de Calafiori ante la tristeza de Chiesa. / David Inderlied / Dpa

Si nos ponemos estrictos, o literarios, el jugador estrella de la Eurocopa no es Lamine Yamal, ni Arda Güler, ni Jude Bellingham, sino un tal Propia Puerta.

Solo en la fase de grupos entraron siete autogoles, que al cierre de esta edición ya llegarían a la decena. El récord histórico de la competición se dio en la anterior Eurocopa, cuando se alcanzaron los once. Así que esto, como el de las noches tórridas y tropicales en agosto, que aumentan año tras año fruto del cambio climático, muestra un patrón que ni el negacionista más lunático, ese que cree que los pájaros no existen y que la tierra es plana, podría ignorar.

Lo que no es mero azar tiene que ver con la voluntad. Así que habría que empezar a pensar que los jugadores, aunque sea de modo inconsciente, querían meterle esos goles a su guardameta. La pregunta es inevitable: ¿por qué?

En mi opinión están poseídos por el espíritu Bartleby. Refrescaré la memoria del lector antes de continuar. Bartleby es el personaje de 'Bartleby', el escribiente, relato escrito por Herman Melville y publicado a finales de 1853. El protagonista es contratado en un bufete de abogados de Wall Street. Es un trabajador teóricamente eficiente y aplicado que, un buen día, para en seco. Su jefe le encarga una de esas tareas tediosas que se han convertido ya no en su trabajo, sino en su vida, un encargo más al que él, sin embargo, contesta de otro modo. “Preferiría no hacerlo”, dice. Y el caso es que no lo hace. Ni eso ni nada más. Con el tiempo se negará hasta a comer.

El texto acepta muchísimas interpretaciones: puede ser un retrato de la depresión, incluso un cuento de fantasmas, pero la más clara es que representa la rebelión ante un trabajo y una sociedad deshumanizadoras. Una sociedad industrial y burocrática, indiferente al estrés y a los ritmos de una vida aceptable, que desde aquella época no ha mejorado demasiado.

Fue magnífico el gesto colectivo de la selección francesa pidiendo el voto contra la extrema derecha y pasará a la historia como ese momento en que un vestuario de tipos en pantalón corto decidió tomar partido (y ganarlo) ante uno de los grandes males de nuestra sociedad. Pero los goles masivos en propia puerta (parece inevitable que se bata el récord) podrían hablarnos también de nuestro mundo.

Los jugadores, ante la presión de un fútbol y un mundo atlético e hiperacelerado, simplemente bajan los brazos y ante la posibilidad del despeje a córner deciden autosabotearse y marcarse gol. No me extrañaría que cundiera el ejemplo y trabajadores de todo tipo comenzaran a hacer en nuestra sociedad: 'community managers' publicando mensajes contra su empresa, periodistas explotados colando un pie de foto insultante, repartidores de Glovo introduciendo flujos corporales en el pedido de la bolsa de papel.

Nuestros tiempos exigen excelencia creciente a cambio de salarios congelados. Imponen la atención laboral 24 horas a través de nuestros teléfonos móviles y portátiles. No sería extraño ver una cascada de autogoles vitales, ni que el Síndrome Bartleby fuera más allá de la Eurocopa con más autogolazos de la historia. Sería la reacción contra esta época que ha rescatado, entre otras cosas, los libros motivacionales, las sectas del esfuerzo y los ideales de la filosofía estoica para aguantar lo que sea (la idea de que no hay que preocuparse por el dolor, ya que “todo o se puede soportar o es insoportable”).

Ante todo ello, podría llegar la Edad del Autogol, la Sociedad del gol en propia puerta, la Era Bartleby. Gente dejándose ir y prefiriendo no hacerlo.

Yo, de algún modo, ya viví hace tiempo todo esto. Tenía un amigo que quería siempre alargar la noche. No era algo lúdico: estaba rematadamente triste, o clínicamente deprimido, y eso era lo que le impedía volver a casa y a la normalidad. Así que a menudo acabábamos en la estación de autobuses de la ciudad. Había allí un bar y un futbolín. “Quien pierda, decide si se ha acabado la fiesta”, decía. Así que yo solía jugar con él a perder, intentando meter goles de tacón en mi propia portería para que se fuera a casa. Solía ganar (es decir, perder) él, así que ahí seguíamos, una partida más. De algún modo, él había decidido meterse autogoles como postura vital. Aquel verano, como en esta Eurocopa, también se batieron récords.

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