Escritor
Miqui Otero
Escritor
Pido el balón y la palabra
Los narradores futbolísticos, como los niños, son generadores de lenguaje
Estos días, viendo la Eurocopa, en muchos momentos me siento a las puertas de “perder la verticalidad”.
Lo que quiero decir es que estoy a punto de caerme del sofá y no por la belleza de un regate de Lamine Yamal, sino cuando escucho determinadas frases. En las retransmisiones deportivas se habla una especie de tercer idioma en el que los jugadores no se caen al suelo, sino que “pierden la verticalidad”. Pero lo mejor, como apuntaba el escritor Jose C. Vales, es que tampoco “se levantan”, sino que “recuperan la verticalidad”. Lejos de criticar esta neolengua tan divertida propongo ir más allá: al tiempo que la recuperan, también “desestiman la horizontalidad” que la caída les ha regalado, incluso “desprecian” esa horizontalidad.
Ver la Eurocopa atento a estas expresiones es disfrutar del partido dos veces. Me gusta muchísimo, por ejemplo, que los penaltis, como la energía, “se transformen”. Se diría que el verbo transformar pide el lugar del que se viene y al que se va: transformas un penalti en un gol o una ocasión en un penalti. Pero ahora los penaltis no se meten, sino que, como canta Rosalía en 'Saoko', se “transforman”. También adoro que dos jugadores luchen por un “balón dividido”: en esencia, si está dividido tendrían ya una parte de la pelota para cada uno, y sin embargo, como en una revisión de la historia salomónica, ambos se preocupan por ese balón roto.
También me emociona cómo se subraya cada imagen. En la vida real, sería suficiente con “tener la pelota”, pero en un partido se “tiene la posesión de la pelota”. A mí me encantaría “tener la posesión de la pelota” alguna vez, pero también tener la posesión de un barco, de una segunda residencia en la Costa Brava y, sobre todo, de la verdad. Por supuesto, también me gustaría patear un “esférico”, ya que chutar una pelota o un balón no es suficiente. Además, casi tanto como premios o la lotería, me gustaría “ganar la espalda”, algo que en un partido sucede cada tres jugadas.
No hay pases a las bandas, sino que se ensancha el campo, y jamás se pisa el centro ni se llega a la mitad del tiempo, sino que se cruza la medular y se alcanza el ecuador. Siento, eso sí, cierta pena cuando algún narrador afirma que una defensa “hace aguas”, porque la imagino con unas ganas tremendas de orinar, como me sucede a mí con determinadas bebidas diuréticas cuando estoy dando una conferencia.
No lean esta columna como una sátira de sabelotodo. De verdad que esta neolengua me parece fascinante. La narración futbolística ha dado expresiones tan expresivas como “no hacer gol al arcoíris” o “la pena máxima”. El público, además, “pide la hora” al árbitro, tal y como me la pedían a mí en la adolescencia los skinheads antes de robarme el reloj. Pero es que, además, las frases futboleras han llegado a la vida: la gente se casa “de penalti”, hasta los trabajadores de Tecnocasa “cuelgan las botas” cuando se jubilan, los tertulianos y los políticos echan “balones fuera” o contestan “al bote pronto”. A veces esas expresiones me cogen “fuera de juego” y pido que me las repitan “corto y al pie”. Pero me gustan.
Los narradores futbolísticos, como los niños, son generadores de lenguaje. No existen alemanes o italianos, sino teutones y transalpinos (aunque los franceses también sean transalpinos vistos desde Italia). El árbitro puede hacer lo que la nostalgia nos pide y la ciencia nos niega: descontar tiempo. Hasta lo militar, esa retórica de cañonazos y contrataques, una jerga que aborrezco, suena bien aquí, sobre todo en boca de sus mejores poetas, como cuando Sergio Ramos afirmó, para decir que estaban en un buen momento, que tenían “la pólvora mojada”.
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