Negociaciones tras el 12M
Andreu Claret

Andreu Claret

Periodista y escritor. Miembro del Comité editorial de EL PERIÓDICO

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Reconciliar la política catalana con la realidad

El líder de Junts sabe que no tiene mayoría suficiente para ser investido presidente de la Generalitat. Poco importa. Su objetivo es acorralar Esquerra, dividirla y hacerla responsable de la nueva convocatoria electoral

El expresident la Generalitat de Catalunya, Carles Puigdemont.

El expresident la Generalitat de Catalunya, Carles Puigdemont. / Glòria Sánchez - Europa Press

La política catalana tiene garantizados, por lo menos, dos meses más de agónica provisionalidad tras la decisión del presidente del Parlament de fijar este plazo para una eventual sesión de investidura. La incertidumbre es tal que nadie es capaz de vaticinar si esta agonía alumbrará un nuevo gobierno, o si terminará con la convocatoria de nuevas elecciones. Mucho tendrían que conjurarse los idus de agosto para que durante el verano se formase el único ejecutivo posible, números en mano, encabezado por el ganador de las elecciones, Salvador Illa, y participado por las otras dos fuerzas de izquierdas, ERC y los Comunes. Ni la aritmética, ni las coincidencias ideológicas parecen suficientes para vencer el temor que tiene Esquerra Republicana de acabar pagando los platos rotos del 'procés'. 

Carles Puigdemont sabe que muchos de los catalanes que apostaron por el 'procés', están desconcertados, necesitados de creer que no se equivocaron, de que no todo está perdido. Aunque sea por un día. Aunque sea en pleno agosto, y aunque el enemigo a batir no sea el Estado, inaccesible, ni siquiera el PSOE, sino Esquerra Republicana. En Bruselas, el líder de Junts per Catalunya ha aprendido a contar y sabe que no tiene mayoría suficiente para ser investido presidente de la Generalitat. Poco importa. Su objetivo es acorralar Esquerra, dividirla y hacerla responsable de la nueva convocatoria electoral. Así siguen las cosas en Catalunya. Ya no están determinadas por el 'procés', pero sí por la pugna cainita entre independentistas que aboca la política catalana a una crisis permanente, costosa y demoledora para la credibilidad de las instituciones.  

Si no fuera por la capacidad de resiliencia de su sociedad, Catalunya sería hoy un país fracasado. Sí la política lo determinara todo, el país estaría paralizado, pues a la década perdida del 'procés', donde la confrontación primó sobre la gestión, siguió un gobierno independentista desestabilizado por Junts y, finalmente, un ejecutivo débil, lastrado por la interinidad. No es de extrañar que los empresarios reclamen que esto termine cuanto antes, como hizo ayer Antoni Cañete, con motivo de los 50 años de la PIMEC. Si Catalunya sobrevive a esta perpetua parálisis política, y si incluso progresa, se debe a que cada día más de 3.700.000 personas se levantan, se visten, desayunan y acuden a trabajar en alguno de los más de 600.000 establecimientos empresariales privados y públicos que existen. La inmensa mayoría, pequeños y muy pequeños. No es mi intención hacer demagogia ni negar que el gobierno de Pere Aragonès ha adoptado medidas que han contribuido, junto a las de la administración estatal, a la buena marcha de la economía. Sin embargo, lo cierto es que vivimos en mundos paralelos: el de la política, que el ciudadano entiende cada vez menos y del que tiende a desentenderse cada vez más, y el de la vida diaria que sigue su curso, basada en la apuesta de los empresarios y en los millones de catalanes que acuden cada día a su puesto de trabajo. 

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