El ciclo de política pendenciera
Si comparamos la democracia con las maneras del primate humano ahora pasa por la fase faltona, de riña tabernaria o de puticlub, con olor a corruptela y adrenalina de boxeador zumbado
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Pleno del Congreso / FERNANDO VILLAR
El actual pim-pam-pum entre los partidos políticos solo satisface a quienes querrían desprestigiar al máximo la política o a los amantes de las bofetadas y patadas en el trasero, propias del teatro de marionetas. El modo cómo entramos en un ciclo electoral intenso lleva a pensar que los actores principales del desbarajuste permanente suponen que todo eso les va a dar un rédito en las urnas. Nos llenamos la boca diciendo que vivimos en una democracia adulta, pero de vez en cuando actuamos como adolescentes bravucones que se desafían en el patio de recreo.
A esta ahora, los dos grandes partidos pugnan en el concurso del “y tú más”. Eso no es definitivo ni cíclico, pero de vez en cuando reaparece como un rebrote de virus, destruye espacio de sosiego, malversa mucha energía pública e impone agresividad donde iría mejor el argumento. Si comparamos la democracia con las maneras del primate humano ahora pasa por la fase pendenciera, faltona, de riña tabernaria o de puticlub, con olor a corruptela y adrenalina de boxeador zumbado.
A pesar de tanto bulldozer antisistema aplicado a deslegitimar lo que se llama el Régimen de 1978, la transición seguiría siendo ejemplar para recuperar una vida política basada en la alternativa razonada y no en la frontalidad. Cuando en 1977 se llegó a las primeras elecciones democráticas, después de la muerte de Franco, los partidos –especialmente la UCD y el PSOE- elaboraron sus candidaturas con un criterio de representatividad social más que de adscripción partidista. Fue hacer de la necesidad virtud. En aquel momento, los partidos políticos, las viejas y las nuevas siglas, optaron por integrar en sus listas a médicos, presidentes de colegios profesionales, académicos de prestigio, líderes de movimientos sociales, por ejemplo. Aquellos partidos políticos no tenían militancia sino alguna que otra personalidad que se sentía afín. La carencia se solventó con sentido común y eso explica en no poca medida la capacidad de llegar a acuerdos y pactos en lugar de dar el espectáculo de garrotazo y tentetieso que algunos hubiesen deseado porque querían hacerle la zancadilla al tránsito de la dictadura a la democracia. En realidad, se soslayó el dilema entre ruptura y reforma al poner en práctica el principio de no romper, sino “ir de una situación a otra desde la ley”.
Es posible que si los partidos hubiesen tenido contingentes de militantes aguerridos las cosas hubiesen ido de otra manera, menos constructiva. Desde entonces, los partidos se han ido ensimismando en sus dinámicas e inercias internas, de cada vez menos predispuestos a hacer sus listas electorales con criterios de mérito sino de obediencia estricta. No aspirar a formas de meritocracia y autocrítica limita la imaginación estratégica que tanto necesita un partido político, como necesita lealtad y afán de servicio público. Ir en las listas por ser de una militancia total finalmente afecta a la integridad del lenguaje. Orwell decía que el lenguaje político está pensado para que las mentiras suenen a verdad y para dar solidez a lo que es puro vacío.
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