Las pruebas falsas
Las carencias se rellenan y adornan con un relato de ficción aparentemente creíble, pero falso
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Jordi Nieva-Fenoll
Catedrático de Derecho Procesal de la Universitat de Barcelona.
Ahora que tanto se habla de 'lawfare', puede que sea útil explicar cómo se fabrican pruebas falsas en un proceso que demasiadas veces acaban en una condena injusta, o en una 'pena de banquillo', sufriendo el ciudadano con la propia pendencia de un proceso judicial que acabará en nada, pero que perjudicará su carrera política o incluso profesional, y desde luego también su salud. Existen tres métodos para ello.
El primero es la falsificación de indicios. Se produce cuando alguno de los intervinientes en el proceso, sobre todo en su investigación, 'siembra' vestigios falsos que hacen que aparezca la cantidad de droga, la sangre, el arma, o lo que sea, en el lugar que más comprometa a una persona inocente. Demostrar esa falsedad es complicadísimo, sobre todo si ha sido la policía, con su enorme experiencia, quien ha cometido la fechoría. Aun confiando en la regularidad de la labor policial, fiscales y jueces deben estar muy atentos a estas situaciones verificando el estricto respeto de derechos fundamentales por parte de los agentes –su vulneración es un potente indicio de manipulación–, así como el mantenimiento íntegro de la llamada 'cadena de custodia'. Es decir, que el vestigio haya aparecido espontánea y efectivamente en la escena del delito y que, una vez llegado al proceso, se trate del mismo vestigio.
Un segundo modo más sutil y bastante más frecuente de alterar pruebas consiste en su manipulación. Se trata de aprovechar selectivamente solo algunos datos del proceso, poniéndolos en un contexto que le sea adverso al acusado. Es algo a lo que cierto periodismo amarillista también está acostumbrado, por cierto. Lo más frecuente es ofrecer la información incompleta, seleccionando solo los datos incriminadores. Así, por ejemplo, de un pantallazo de una conversación de WhatsApp se selecciona solamente la parte que puede incriminar al reo, dejando de lado el resto de la charla que le descargaría completamente de responsabilidad. O bien se alude a su presencia en un lugar próximo al del crimen mientras se silencian datos importantes, como que pasea habitualmente por allí o incluso trabaja allí, lo que hace que su presencia en el sitio no sea extraña. O bien, abordando su relación con la persona del asesinado, se destacan solamente las riñas puntuales que pudieron tener, mientras se silencia por completo su habitual buena relación, que simplemente desaparece.
La tercera manera, menos habitual pero también llamativa, consiste en sesgar la información existente, exagerando su relevancia o atribuyéndole una gravedad que no existe. Así, una "manifestación pacífica" se puede convertir en una "masa amenazante", deduciendo de su número no una adhesión festiva a la ideología de la movilización sino una tropa de fanáticos dispuestos a defender por cualquier medio una idea. De esa misma manera, un anciano con sus amigos y familia ya fallecidos, y que, por tanto, sufre soledad, puede transformarse literariamente en un viejo huraño e iracundo que bien pudo haber cometido aquel homicidio. Por supuesto, alguien con aspecto inofensivo y amigable jamás cometería un delito, hasta que utilicemos su aspecto insignificante para describir a un psicópata con excepcionales habilidades sociales que utiliza para encubrir sus crímenes. Las manipulaciones no son nada difíciles en manos, no ya de una buena pluma, sino de cualquiera que desee expresar los datos de una persona con un tremendismo que conecte con los prejuicios de una sociedad, y que puedan ser adversos a esa persona por detalles incluso secundarios.
Quiere decirse con ello que la retórica es muy importante en los procesos judiciales, pero por ello muy peligrosa. Hay que estar muy atentos a la objetividad de la información que se asume. No es solamente que toda conclusión del juez o del fiscal deba tener un dato concreto que la base. Es también necesario descartar expresamente los datos que contradigan dicha conclusión. Lo segundo se hace muy poco, y esa carencia se rellena y adorna con un relato de ficción aparentemente creíble, pero falso.
Que desaparezca esta lacra no depende solo de jueces y fiscales, sino de ciudadanos que lean, detecten y denuncien estos embustes. La labor de la prensa en esta materia debería ser, por cierto, esencial.
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