Opinión |
Limón & vinagre

Míchel, el niño de Vallecas que subió en ascensor

Dedicación, conciencia de la historia, necesidad de compartir el compromiso, de confeccionar una mística del esfuerzo y también de la ambición

Michel Sánchez, el entrenador del Girona, antes del partido frente al Mallorca en Montilivi.

Michel Sánchez, el entrenador del Girona, antes del partido frente al Mallorca en Montilivi. / David Borrat

Josep Maria Fonalleras

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Después de haber ascendido por segunda vez a Primera División, en junio de 2022, el Girona FC organizó una fiesta en el estadio de Montilivi: música, fuegos artificiales y una entrada triunfal de los jugadores que se habían convertido en héroes. El último que pisó el césped fue Míchel, el entrenador. Entró corriendo, sonriente y, de repente, se detuvo, cogió el botellín de agua que llevaba en la mano y lo estampó con furia contra el terreno de juego. Luego, se rio aún más. Era un guiño, irónico, juguetón, a su manera de funcionar durante un partido. El Míchel que dirige el equipo, de pie ante el banquillo, es un individuo en tensión (tiene el tic de abrir y cerrar a menudo los párpados y, aquí, este gesto se multiplica), que gesticula y se enoja, que anda con desazón por toda el área técnica cuando un jugador rifa la pelota sin jugarla como él querría y que, finalmente, en el instante supremo de arrebato, coge el botellín y lo lanza con coraje contra el césped. Luego, de repente, cuando acaba el encuentro, cuando debe saludar al entrenador rival, cuando contesta las preguntas a la prensa, o cuando, al día siguiente, reúne a los futbolistas para analizar aciertos y errores, se transforma en una persona en extremo educada y racional, cercana y cordial, que anima a los suyos con charlas y máximas motivadoras. Es probable que esta doble personalidad responda a una de las reflexiones que formula el escritor James Kerr en un libro mítico sobre un equipo también mítico, 'Legacy'. Habla de la selección de rugby de Nueva Zelanda, los All Blacks, y tiene, por ejemplo, una definición como esta: “Cabeza caliente: tensión, ansiedad, agresividad; cabeza fría: relajación, tranquilidad, ideas claras”.

El libro de Kerr es una especie de biblia para Míchel. Lo tiene subrayado y vuelve a él de vez en cuando. Contiene gran parte de su filosofía como míster. “Una bandada de pájaros dibuja una figura en el cielo y, por turnos, hay uno que los dirige. Es más efectivo volar así que hacerlo solo, y si alguno pierde el ritmo, los demás le esperan: no hay pájaros rezagados”. U otro ejemplo: “Los líderes son narradores de historias; todas las organizaciones nacieron de una historia emocionante”. Y otro: “La camiseta no es tuya; tú eres solo el cuerpo que ahora la lleva encima”.

Si juntamos todos estos conceptos y los mezclamos sale el cóctel Míchel. Dedicación, conciencia de la historia, necesidad de compartir el compromiso, de confeccionar una mística del esfuerzo y también de la ambición. Sería como una carta de identidad a la que, por supuesto, le faltaría un ingrediente principal. No de las antípodas, sino de un lugar más cercano, como Vallecas. Míchel no se entiende sin el barrio. Sin la frutería de Benjamín y Candelas, sus padres, sin la casa de planta baja en la calle de Monte Oiz, junto a la colonia de San José: “Aquellas casitas que algunos llamaban chabolas, pero que para nosotros eran un hogar”. Luego, la familia fue algo más allá, siempre en Vallecas, a la zona de Palomeras. Pudieron acceder a una vivienda de protección oficial, “un piso que para la familia era un lujo. ¡Ir a vivir a un quinto piso! Me pasaba el día subiendo y bajando en el ascensor”.

De pequeño, Míchel estudió en el colegio Raimundo Lulio. Quizá le viene de ahí la voluntad de aprender catalán una vez aterrizado en Girona. Y de las enseñanzas de la madre, claro, que le inculcó el respeto por los demás: un asunto de educación y civilidad. Míchel, como me cuenta David Torras, jefe de comunicación del Girona, ya compartía desde sus inicios mensajes de voz privados en catalán. Y entonces, un día, empezó a utilizar en público la lengua del lugar que le acogía “no como nada extraordinario, es pura lógica: para ser feliz, cuanto más cerca estás de la gente, mejor, y para estar con la gente debo poder hablar con ellos”. Así de fácil. Míchel no pensaba que un gesto como aquél tendría tanta trascendencia. Pero la tuvo. Acabó conectando con los aficionados, asiste a sesiones de conversación con un lingüista amigo, habla con una corrección cada día más evidente, ha recibido un premio a la normalización lingüística (donde volvió a reivindicar el espíritu vallecano) y ahora, cuando la grada de animación Jovent Gironí entona el cántico de “Míchel, català”, todo el estadio del Girona rinde homenaje a quien llegó a la ciudad de los cuatro ríos para confirmar la belleza del fútbol y la digna reivindicación de la humildad.

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