La verdadera 'Gaudí experience'

"Menos 'balconing', tenemos de todo": el día a día de una pareja de la zona cero de la Sagrada Família

Sagrada Família: una tienda de suvenirs obscenos y comida rápida por cada metro de altura del templo

La Sagrada Família de Barcelona inaugurará la torre central y la fachada de Provença en 2026

Carles Cols

Carles Cols

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“Menos ‘balconing’, prostitutas y borracheras, tenemos de todo un poco". En realidad no hay día en que ese safari fotográfico que es salir de la finca más cercana a la Sagrada Família, en el 427-431 de la calle de Provença, no depare una sorpresa. No es esta una afirmación exagerada. Un matrimonio de esa dirección postal, que vive frente al templo desde 1989, invitó a este a diario a un paseo por los alrededores de aquello en lo que se ha convertido su barrio, en respuesta y agradecimiento a un reportaje publicado días atrás en el que se radiografiaba el comercio a pie de calle, o sea, tiendas de suvernirs repugnamente sexistas y homófobos y establecimientos de comida rápida en las antípodas de la dieta mediterránea.

Son Patrícia y Lluís, él, además, vecino del barrio desde 1966, un detalle importante, porque atesora datos que pocos recuerdan. “¡Caramba!, esto es nuevo”, dice Lluís. Es verdad, cada día, una sorpresa. Acaban de llegar hasta la esquina de Marina media docena de ‘quads’ de alquiler. Paran donde les da la gana, y no es que ocupen poco espacio, y los pasajeros, una docena de turistas, bajan para contemplar las vistas. La excursión con esta pareja de víctimas de la idolatría mundial que parece profesarse por Gaudí promete ser interesante. Lo es.

Y ahora, quads de alquiler...

Y ahora, quads de alquiler... / A. de San Juan

La Sagrada Família no es Magaluf. Tampoco sus noches, por no ir tan lejos geográficamente, son tan toledanas como las que padecen los vecinos de la calle de Enric Granados. En realidad, de madrugada esa es una porción del barrio paradójicamente sin apenas turistas. No hay ningún apartamento, por ejemplo, en ninguna de las tres fincas del 427 al 431 de Provença. Pero el horario en que aquel punto de Barcelona deviene un safari no es, ni mucho menos, solo el de apertura y cierre de las puertas del templo. El horario no es el de las oficinas. El horario es, según se mire, el que detalla en la puerta la hamburguesería Five Guys que tienen justo debajo de casa. Abre a las nueve de la mañana y cierra a las tres de la madrugada. Y cada franja horaria tiene su melodía.

De día, y ya desde primera hora, como un gusano que entrara por un oído y quisiera salir por el otro, suena durante horas el mantra de “¡un euro, un euro!”, el precio de diversos ‘pongos’ que se venden de forma ambulante, el sonido penetrante de xilófonos nepalís, castañuelas mal tocadas, conciertos de violín a cargo de músicos de la calle (“bueno, hay una chica que realmente no lo hace nada mal”, acepta Lluís), sopranos voluntariosas, radiocasetes que animan el baile de unas figuritas minúsculas con la cara de Bob Esponja que no queda muy claro cómo se mueven…

El carrillón de la Sagrada Família hace su aparición cuando corresponde, siempre entre el bullicio de la calle. Cuando las mesas de las hamburgueserías sirven las últimas cenas, la melodía (o melodías superpuestas y cacofónicas) son otras. Los ‘riders’ son el principal cliente hasta la madrugada de esos establecimiento de ‘fast-food’, lo cual podrían hacer de forma silente, pero bastantes de ellos amenizan sus viajes y esperas con un altavoz portátil con ‘bluetooth’.

Patrícia, vecina de Provença, en mitad de lo que encuentra cada día cuando sale a la calle.

Patrícia, vecina de Provença, en mitad de lo que encuentra cada día cuando sale a la calle. / Zowy Voeten

Cuando cierran las cocinas, aún queda una canción. Es un espectáculo en el que pocos barceloneses han reparado. Patrícia y Lluís lo conocen bien. Llegan los grandes camiones que repondrán las neveras de las hamburgueserías. Miles de raciones son transportadas en carretillas sobre las aceras, troc-troc-troc-troc…, hasta cada uno de los negocios. Si los terneros llegaran vivos a cada Burger King, McDonalds, Five Guys o lo que sea, además de más bucólico, sería más silencioso.

Músicos, una parte de la banda sonora ininterrumpida de la Sagrada Família.

Músicos, una parte de la banda sonora ininterrumpida de la Sagrada Família. / Zowy Voeten

Lo dicho, esto no es Enric Granados ni el Triángulo Golfo del Poblenou. Tampoco es el insomne Raval. Pero tiene sus singularidades quizá incomprensibles. A los vecinos de la Sagrada Família, ya bastante castigados de lunes a viernes, se les premia a menudo los fines de semana con conciertos de todo tipo (folclóricos, de música pop, etcétera) en escenarios instalados en frente a la plaza de Gaudí. Los fines de semana son también, para remachar el clavo, cuando más fácil es toparse con una despedida de soltero/a. Es en días como este en que nada más salir de casa se puede retratar, como hizo Lluís, a un italiano disfrazado (a saber con qué propósito, de bañera).

Despedida de un soltero italiano, qué mejor que vestido de bañera.

Despedida de un soltero italiano, qué mejor que vestido de bañera. / Lluís Torrens

Podría ser peor, claro. Es solo una anécdota, pero los alrededores inmediatos de la Sagrada Família son uno de los poquísimos lugares de Barcelona en los que las cotorras (otra contaminación acústica insufrible para quien las tiene cerca de casa) vuelan en silencio. Se supone que conservan de generación en generación que aquello fueron los dominios de Rodolfo, un halcón que montó su propio harén en una de las torres del templo y que, claro, necesitaba reponer energías de tanto empeño sexual con una buena dieta de cotorras.

Vuelan calladas las ‘Myipsitta monachus’ y en silencio suelen estar esas otras ‘especies’ de cristianos que ofertan lecturas de la Biblia tras un atril, que forman parte ya inextirpable del paisaje humano de la Sagrada Família. Porque no solo hay turistas. Aquello parece tener la fuerza de un electroimán de vidas al límite. Carteristas, manteros, mendigos, ‘tiktokers’ (porque si la de las exigentes redes sociales no lo es, ya me dirán qué lo es), novios (orientales, sobre todo) en larguísimas sesiones de fotografía, voceros de menús a cualquier hora del día… Porque esa es otra singularidad del lugar, se puede desayunar, almorzar, merendar, cenar y picar entre horas una paella. En cambio, no hay ‘brunchs’. Algo es algo.

Un hombre pide limosna literalmente tendido sobre la acera.

Un hombre pide limosna literalmente tendido sobre la acera. / Zowy Voeten

En su expedición por el barrio (gracias esas dos horas de paciencia), Patrícia y Lluís aportan un dato que debe ser matizado. Explican, y eso es cierto, que la oferta gastronómica que se sirve en plats o cajas de cartón a los visitantes da más angustia que aquello que Charlton Heston descubrió en ‘Soylent Green’, película setentera que pretendía predecir cómo serían los años 20 que ahora se viven. Quizá, vistos esos churros rellenos de salchichas y no se sabe qué salsas que venden en la calle de Mallorca, aquel film distópico se quedó algo corto. “Tanto restaurante que tenemos al lado de casa y jamás se nos ocurriría ir a uno de ellos”.

Pero a continuación cometen el error de explicar la cadena trófica animal del barrio, no la de las ratas de la plaza de la Sagrada Família, que de vez en cuando salen de paseo, sino de los pájaros y las aves. Las palomas se engordan con lo encuentran bajos las mesas y en los contendores de basura y así después son más interesantes para las gaviotas, que las cazan. En realidad no sucede eso. Las gaviotas cazadoras son pocas. Es una habilidad recientemente aprendida por unos pocos ejemplares. Un estudio científico de BCNGulls a partir del alimento y las heces que regurgitaban los polluelos de las gaviotas reveló en su día una notable presencia de patatas fritas, restos de hamburguesa, pollo al estilo Coronel Sanders y hasta pepinillos. La turistificación de barrios como la Sagrada Família ha convertido a esta especie milenariamente marina en un ave urbana. ¿Desde hace mucho? En 1989, cuando Patrícia y Lluís compraron ese pio, nada eras así ni nada hacía presagiar que lo sería.

La patata frita está en lo más bajo de la cadena trófica de la Sagrada Família, ya sean humanos o palomas.

La patata frita está en lo más bajo de la cadena trófica de la Sagrada Família, ya sean humanos o palomas. / Zowy Voeten

En los bajos de esa finca había una tienda de venta de tresillos y las oficinas de una empresa de seguros. Los turistas eran muy pocos. Algunos italianos que añoraban revivir el Año del Naranjito y, sobre todo, unos pocos grupos de japoneses a los que había despertado la curiosidad por Barcelona un documental que estrenó en los años 60 en su país uno de sus compatriotas, Hiroshi Tehsigahara, fascinado por cómo en mitad de una urbe tan gris despuntaba, ajena a todo interés vecinal, la obra de Antoni Gaudí.

Ciclistas de Glovo, a la espera de un encargo y, al menos durante un rato, sin altavoces en marcha.

Ciclistas de Glov, a la espera de un encargo y, al menos durante un rato, sin altavoces en marcha. / Zowy Voeten

“Venir a vivir aquí nos pareció entonces, en 1989, un privilegio”, dice Lluís. Su relación con el templo, si esto fuera una balanza, es aún más de amor que de odio. No siempre ha vivido justo delante del templo, pero sí muy cerca. “En la Sagrada Família me bautizaron, hice la primera comunión, me casé y he bautizado a mis dos hijos”. La mayor de los dos, no obstante, tuvo recientemente unos días la oportunidad de instalarse en casa de los padres para trabajar, mientras ellos estaban fuera de vacaciones. El aire acondicionado no fue un argumento suficiente para trasladarse a Provença. “Papá, mamá –les dijo--, esto es insoportable”.

Una vista sin igual y una vida, a su manera, también sin igual.

Una vista sin igual y una vida, a su manera, también sin igual. / Zowy Voeten

Tal vez ellos, como el rey Mitrídates, se han acostumbrado poco a poco al veneno. Cuando se instalaron en el edificio, el ayuntamiento resultó ser muy quisquilloso con algunos detalles. Los toldos tienen que ser de tal o cual color, no sea que rompan la estética del lugar. Visto en perspectiva, y vista sobre todo esa creciente tendencia al suvenir de chistes verduscones y de mariquitas, resulta ridículo que el problema en la Sagrada Família puedan ser los toldos de un balcón. Aquello fue hace años, es verdad, pero esos absurdos se dan aún de vez en cuando. Por la zona pasean los llamados agentes cívicos. Parecen más un placebo estético que una medicina eficaz para evitar los malos hábitos de los turistas. Un día, sin embargo, sí hicieron algo. “Uno de ellos me advirtió de que no estaba cruzando la calle correctamente cuando iba con la basura al contenedor”, recuerda Lluís.

Cae el Sol, cualquier hora es buena para echarse a dormir en las aceras de la Sagrada Família.

Cae el Sol, cualquier hora es buena para echarse a dormir en las aceras de la Sagrada Família. / A. de San Juan

Solo a modo de epílogo de la visita, esta pareja de vecinos reconoce que la zona cero de la Sagrada Família es un realidad un espacio muy pequeño. A veces, en busca de comparaciones más periodísticas que reales, se dice que aquello es como vivir dentro de un parque temático. Por dimensiones, es más como vivir dentro de un bibelot gigante, que es como un día definió la Sagrada Família el gran experto en Gaudí Juan José Lahuerta, o sea, un suvernir de enormes dimensiones o, en lenguaje muy coloquial, un ‘pongo’. Y tampoco es eso. A diferencia de lo que sucede en otras partes de Barcelona, en la Sagrada Família no se sufre ningún proceso de gentrificación vecinal. Comercial, sí, de hasta 8.000 euros de alquiler por una minúscula oficina de cambio de divisas, pero vecinal no.

Más allá de Rosselló, es decir, a solo una travesía de distancia, la ciudad es otra. Y dentro del radio de influencia del templo, pese a todo, hay curiosas excepciones, vamos, uno de esos datos curiosos que atesora Lluís prometido al principio del texto. En la calle de Lepant, cerca de Provença, continúa sirviendo sus célebre ‘caipirinhas’ el equipo del Samba Brasil. Es un local conocido por varias generaciones de barceloneses. Lo que quizá no sepan es qué había ahí antes de ser un bar. “Era la guardería de la Pitman, una histórica escuela del barrio”. Solo por rescatar ese detalle ya merecía la pena la excursión.