Cata Menor

No más platos rotos en el restaurante

Es en el cuidado de los platos y los vasos donde se traza la línea del respeto al cliente

La oferta de vinos a copas: mal

El tartar de calamar con ajoblanco de Casa Xica.

El tartar de calamar con ajoblanco de Casa Xica. / Pau Arenós

Pau Arenós

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Un restaurante no es solo la comida, aunque un restaurante debería ser principalmente la comida.

Renuncio a las decoraciones fastuosas si lo que llega a la mesa es notable o sobresaliente –sin importar si se trata de una tortilla construida o deconstruida–, aunque es innegociable la amabilidad de los camareros, la limpieza –¡ay, los baños!– y el cuidado de la vajilla y de los cubiertos.

Los cuchillos tienen que cortar, de la misma manera que sería desconcertante una cuchara agujereada para la sopa.

Soporto mal la servilleta de papel por su inutilidad –y comprendo su presencia en restaurantes de masas especializados en el mediodía–, si bien es en el cuidado de los platos y los vasos donde se traza la línea del respeto al cliente.

Copas con el pie roto o muy rayadas, vasos mellados como la dentadura de un desnutrido de posguerra, tazones desportillados, cuencos mordidos por distintos accidentes, con las pieles levantadas.

Si tu restaurante está hecho de golpes, elige opciones resistentes.

¿Por qué se empeña en cazuelitas de barro quien no es capaz de conservar su integridad?

Creo en la reparación, también de los platos. Los japoneses saben de cicatrices y denominan ‘kintsugi’ al arte de la restauración con oro. No es necesario llegar tan lejos y transformar una taza en una opción del mercado de valores. Lo interesante es el acto, la voluntad de restitución.

Tuve una charla al respecto con Raquel Blasco, copropietaria de Casa Xica, durante la comida festejante de los diez años del establecimiento. Fue con la llegada del tartar de calamar con ajoblanco (del 2018).

El bocado era una delicia vestida con los toques asiáticos que los caracterizan. La boca decía ‘sí’ y los ojos decían ‘no’. El plato hondo de color verde era una preciosidad a la que el tiempo había hecho mella.

Me contó Raquel que lo compraron en Niza, que le tenían aprecio y que se resistían a tirarlo. También habló de sostenibilidad. Y estando de acuerdo con todo, pensé –y le dije– que merecía el arreglo o la retirada.

Despidamos con honores y silencios a los platos caídos en la batalla. Y aplaudamos la belleza imperfecta del remiendo.

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