Cata Menor

Cuando un restaurante nace cojo

El Chef por Poderes: una mirada a las asesorías

¿Es necesario ser dueño de tantos restaurantes?

Un arroz en un restaurante de Barcelona.

Un arroz en un restaurante de Barcelona. / Pau Arenós

Pau Arenós

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Es difícil adivinar si un local será un éxito, pero no hay que tener grandes aptitudes para intuir el fracaso.

Reservo el nombre del lugar porque no está en mi ánimo perjudicar un negocio incipiente, más al contrario, aunque cuento lo que sucedió como alerta de quien se apunta a la hostelería sin conocer de qué va. O sí conoce sobradamente el oficio y salta de lodazal en lodazal hasta ser tragado por el pantano.

La elección del sitio partió de otra persona. Curioso por la novedad, busqué referencias en la red y ya me desanimó la única foto del comedor, desangelado como una estación de madrugada.

Llegué antes que el convocante. Me acomodó uno de los propietarios al fondo porque la mesa que señalé como preferencia estaba en el lugar de paso de los cocineros hacia el almacén y había suficiente espacio para evitar la molestia, que habría recaído en otros de estar lleno. Solo comía una familia con tres miembros y después llegaron seis clientes: no hubo más servicios.

La mesa era de reducidas dimensiones y la apretó contra la pared para separarla de la vecina. Atrapado, aguardé.

Llegó la camarera, me dio el menú y se dispuso a retirar los cubiertos de mi acompañante sin preguntar. Le dije que esperaba a la persona que había hecho la reserva.

No tardó en aparecer y aún no se había sentado cuando salió el cocinero a saludar, a quien había conocido tiempo atrás y que me vio pasar desde su puesto.

Empleado allí desde hacía poco y hombre con experiencia, vislumbré la esperanza de que comeríamos correctamente. De forma discreta me aconsejó que olvidara la carta porque faltaban algunos enunciados ("un caos") y prefirió que nos encaráramos con el menú de mediodía. Vaya, qué forma de debutar.

La carta de vinos fue un drama de bolsillo. No solo había pocas referencias, sino que faltaban varias de las escritas. La camarera optó por traer las botellas a la mesa y recomendó con énfasis un blanco: “Este me han dicho que es muy bueno”. Preferimos un tinto. Ella se esforzaba con una amabilidad que no podía reflotar los despistes: llenó con agua las copas de los vinos. Reparado el error, se llevó la botella elegida, que tuvimos que reclamar de vuelta.

La comida no fue lo peor, sino la continua improvisación que dominaba el ambiente.

Comí un calamar con el mordiente adecuado y un arroz con-muchas-cosas y con esa clase de fondo que no olvidas durante la tarde. El café era bueno.

No sé cuánto futuro tendrán, les deseo lo mejor, aunque ya deberían ser conscientes de que si la cojera continúa no podrán cubrir ni los cien metros.

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