MEMORIA

El secreto de las últimas abuelas que aprendieron a leer solas: "Quería mandar cartas a mi marido. Aunque teníamos muchas faltas, nos entendíamos"

Jamás pisaron la escuela, pero no lo necesitaron para desenvolverse en la vida: Felisa, Cruz y Felicitas, a sus casi 90 años y rodeadas de libros, recuerdan cómo la lectura les hizo libres

Felisa, de 89 años, fotografiada en el salón de su casa en Villafranca de los Caballeros.

Felisa, de 89 años, fotografiada en el salón de su casa en Villafranca de los Caballeros. / ALBA VIGARAY

Pedro del Corral | Marta Alberca

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Al repique de las campanas, Felisa acude a misa cada mañana. Bien prontito, que la canícula aprieta a este lado de La Mancha. Apenas la separan 15 metros de su destino, pero a ella le gusta prepararse con antelación. Así, mientras se airea con el abanico, desgastado tras largas jornadas de calor, repasa el capítulo correspondiente del Evangelio. Lo hace con calma, como queriendo empaparse de cada versículo. A veces, señala alguno con el dedo. Otras, incluso, lo rumia para dentro. Es tal su devoción, que no hay momento más feliz al día que éste. De hecho, una pila de libros corona su salón. “El de Manolito Gafotas me ha encantado”, dice risueña delante de su hija. Ésta casi no puede aguantar la emoción al ver cómo se parece tanto a su madre. Hay algo en su mirada que, así pasen otros 89 años, sólo ellas dos podrán reconocer. Quizá, sea orgullo. Tal vez, ternura. Pues la vida de una es el tesoro más preciado de la otra. De ahí que, cuando la escucha leer, sabiendo que nadie le enseñó jamás, sus ojos brillen más que nunca.

Felisa pertenece a la última generación que aprendió por sí sola en España. Como era la mayor de tres hermanos, tuvo que ayudar a su padre en el campo bien pronto. No pudo ir a la escuela, todo lo que sabe es fruto de su tesón. “Al terminar de trabajar iba a Villacañas a rezar el rosario. Recuerdo que mis amigos se quedaban asombrados al ver que me sabía las letras. Así empecé y, poco a poco, fui mejorando mi lectura. Cuando mi marido partió a Alemania, tuve que ponerme las pilas. Quería mandarle cartas, por lo que no me quedó otra que escribir. Aunque teníamos muchas faltas, nos entendíamos”, sostiene. Si bien hace 18 veranos que falleció, aún retiene aquellas líneas en la memoria. El esfuerzo que dedicó a mantener vivo su amor lo hizo aún más intenso si cabe. Feliciano ya no está, pero le recuerda cada vez que devora un libro. En ellos aguardan los guiños y besos que se lanzaban cuando la pasión sólo podía condensarse en palabras. Las que ella, con esmero, sin prisa, descifraba con la esperanza de reencontrarse.

En la otra punta de Villafranca de los Caballeros, un pueblo de 4.900 habitantes, situado a 28 kilómetros de la popularísima Consuegra, Felicitas espera atenta. Su historia podría protagonizar una de las novelas románticas tan en boga últimamente. Al igual que Felisa, arrancó esta aventura para comunicarse con su esposo, emigrado a Francia durante nueve años. “Cada noche, cuando todos se acostaban, íbamos a casa de mi cuñado. Nos daba vergüenza”, expresa. De repente, calla durante unos segundos. Y, casi de golpe, suelta entre carcajadas: “Jóvenes, prometidos y lectores. Tú me dirás, éramos unos locos”. El material no abundaba: bastaba una cartilla con la que imitaban las grafías para ir cogiendo experiencia. También aprendió a firmar: “Por aquel entonces, si querías ir al cine, necesitabas rubricar tu nombre. De lo contrario, no te dejaban acceder a la sala”. Con el tiempo, su marido regresó y, aunque las misivas terminaron, ella continuó su evolución.

Con 87 primaveras, lo sigue haciendo. Ahora, por ejemplo, adora repasar los folletos de actividades que organiza el Ayuntamiento. Sobre la mesa reposa el último de ellos, cuyas páginas ya han perdido cierto color de tanto tocarlas. “Así me entero de los estrenos de cine y teatro”, apunta. Cerca hay un ejemplar de la revista ¡Hola!, que se ha convertido en una de sus lecturas de cabecera: “No veo la televisión, prefiero consultar lo que pasa aquí”. Además, va al hogar del jubilado, donde asiste a talleres diseñados para activar la memoria. “Nos cuentan cosas para que las retengamos y, luego, podamos responder las preguntas que nos hacen”, explica orgullosa. Es la veterana del grupo y no se le pasa por la cabeza faltar al cole, como suele llamarlo. Tal es su implicación que, este agosto, recibirá un homenaje de sus compañeros: “Me hace ilusión, vendrán mis hijas y mis nietos a verme”.

571.000 personas analfabetas

Saber les ha hecho autosuficientes. Una máxima sobre la que ha cimentado su filosofía el Centro Social Fundación Prodean, ubicado en el barrio Los Pajaritos de Sevilla. Desde hace nueve años, 40 mayores de 70 se matriculan habitualmente en el curso de alfabetización que ofrecen. “Lo hacen para entender las recetas médicas, descifrar los carteles informativos y reconocer los números telefónicos”, detalla María Bella Zamorano, directora de la institución. Según su experiencia, hay un perfil que se repite: mujeres que no tuvieron la oportunidad de pisar un aula de pequeñas. “Somos más activas cuando llegamos a cierta edad. En cambio, hombres hay pocos”, puntualiza. Muchas de ellas no van solas, sino acompañadas de sus amigas y hermanas. Un triunfo teniendo en cuenta que, en España, tal como señala el Instituto Nacional de Estadística, hay 571.000 personas analfabetas.

El motivo que les lleva a tocar su puerta es sencillo: “Quieren seguir sintiéndose útiles, tener una motivación para salir a la calle”. Allí, a diario, les recibe una red de voluntarios que se convierten en sus profesores. Como curiosidad, la mayoría son desempleados o docentes jubilados que imparten clases orientadas a familiarizarse con el abecedario y elaborar textos. Para ello, emplean fichas adaptadas que les permite equilibrar los distintos niveles. El máximo que pueden alcanzar es el equivalente a tercero de Primaria, una meta que algunos ya han rebasado: “Se ha convertido en parte de su rutina. Es tal su compromiso que, ahora, dado que estamos de vacaciones como marca el calendario escolar, nos llaman para preguntar cuándo vuelven”.

La tienda de Morena

Cruz se levanta corriendo al sonido del timbre. Si alguien pregunta por ella, pocos sabrán quién es. Aquí, se la conoce como Morena. Y, ojo, las tradiciones se respetan. “Me pusieron este apodo al nacer y, desde entonces, todos me llaman así”, asegura pizpireta. Ha madrugado más de lo normal para ir a la peluquería. Ya saben, las fotos. “Quería salir guapa”, presume. Sobre su regazo descansa un libro titulado Francisquete que le compró a un conocido la noche anterior mientras tomaba el fresco. Sin embargo, lo ojea con dificultad: la caligrafía es tan pequeña que no es capaz de diferenciarla. Eso no la frena y, para demostrar su valía, a sus 89, rápidamente pide uno de los cuentos que guarda en la estantería para entonarlo en voz alta: “Algunos me los sé de memoria, ya les he dado varias vueltas”. Se trata de relatos infantiles que le trae su nieta de la biblioteca municipal.

Su idilio con la lectura comenzó de casualidad, gracias a un vecino. Él le dio las primeras lecciones, pero, tras su muerte, no le quedó otra que ponerse a trabajar para sacar adelante a los suyos. No fue hasta pasada la veintena cuando retomó la idea que cambió su vida para siempre: “Monté una tienda tras casarme, pero no sabía sumar ni restar. Eso hacía que me equivocase con el cambio. Cuando daba de más, nadie me lo decía. Al revés, sí”. Así que agarró el toro por los cuernos y recuperó la chispa por aprender. “Compré unos ejemplares y empecé a juntar letras y cifras. ¡Nadie sumaba como yo! Me hubiera gustado estudiar. Para ello, tendría que haber vivido en otra época”, mantiene. No lo dice con tristeza, todo lo contrario. En ella hay tanta vitalidad como en las tramas por las que ha navegado.

Ganar independencia

Leer juega un papel clave para cualquier persona porque facilita su independencia. En definitiva, ser autónomo les ayuda a responder a la rutina con éxito: desde comprar un pantalón hasta seguir una receta. “La lectura y la escritura son una fuente de salud. Brindan la posibilidad de tener un bagaje cultural amplio y poder afrontar con conocimiento toda situación que se dé en la cotidianidad. Sin olvidar que implican valores como la curiosidad, la observación y la paciencia”, subraya María del Rosario Limón, doctora en Pedagogía de la Universidad Complutense de Madrid. Para la experta, envejecer es un proceso individual, pero envejecer bien es un proceso social. Lo que supone tener presente también esta dimensión, junto a la biológica y la psicológica, para garantizar su bienestar. Sólo así podrán desterrar el aburrimiento y el aislamiento que tantos estragos causa.

“Los grandes hándicaps de este tipo de educación es la falta de formación del profesorado para atender la diversidad y la uniformidad de las programaciones. Normalmente, la inseguridad de los mayores dificulta su rendimiento. Suelen necesitar más repeticiones para alcanzar el mismo escalón que los jóvenes. Y ejercen una especial influencia los factores motivacionales. Todo ello hace que entre ellos existan grados dispares, a veces relacionados con el trabajo y las habilidades que han ido adquiriendo. Cuanto mayor sea la diferencia de edad entre el alumnado, más desigualdades aparecen”, defiende Limón, autora de La relevancia de la intervención educativa en el desarrollo de la salud emocional en adultos mayores. Es por ello que el pulso que Felisa, Felicitas y Cruz echaron a la vida hoy tenga tantísimo valor. No sólo para ellas, sino para todos aquellos que desafían al destino con tal de sentirse libres.