Conflicto en el este de Europa

Ucranianos en Catalunya: "Estos cien días de guerra han sido como cien años"

EL PERIÓDICO vuelve a visitar a todas las personas que hace unas semanas llegaron a Catalunya huyendo de la guerra de Ucrania y dieron su testimonio

Sabadell 3/06/2022  100 dias de la guerra de Ucrania, entrevista a Nastya y su familia de acogida en Sabadell. En la foto Javi, Laura, Nastya y su hermana Alla (de rojo)  FOTO de FERRAN NADEU

Sabadell 3/06/2022 100 dias de la guerra de Ucrania, entrevista a Nastya y su familia de acogida en Sabadell. En la foto Javi, Laura, Nastya y su hermana Alla (de rojo) FOTO de FERRAN NADEU / FERRAN NADEU

Elisenda Colell

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Aquel 24 de febrero de 2022 apenas pudieron dormir. A las seis de la mañana su hija le retransmitía en directo el sonido de las bombas que caían en Kiev, la capital de Ucrania. A las nueve de la mañana se plantó frente a la sede del consulado de Rusia en Barcelona. Con una cartulina, imploraba el fin de la guerra. "Seguimos con el corazón encogido", explica ahora Marina Shevchenko, una de las decenas de personas que aquel día decidió salir a la calle. Una decena de testimonios recogidos a lo largo de estos 100 días explican cómo la guerra les ha cambiado por completo. Algunos siguen anclados en aquel fatídico 24 de febrero. Otros sonríen con ilusión un nueva comienzo en España. 100 días que han sido como una eternidad, resumen.

El primer día de la guerra, Shevchenko salió en múltiples programas matinales de televisión. Era, con diferencia, la que más gritaba. Desde entonces ha vivido alejada de los focos y las cámaras. Ha participado en múltiples campañas solidarias de envío de material humanitario en la frontera, se ha incorporado como traductora de la Cruz Roja en Calella (Maresme) de forma voluntaria y ahora trata de conseguir vivienda para sus compatriotas. Sigue pendiente de su hija y sus dos nietos adolescentes que están viviendo en Eslovaquia mientras su yerno sigue en la capital.

¿Nos hará más fuertes?

Maksym Mykhaylychenko, en cambio, se muestra optimista. Él, junto a sus padres, su hermano y su novia, fueron los primeros refugiados ucranianos que pidieron ayuda en el Servei d'Atenció als Inmigrants, Emigrants i Refugiats (SAIER) de Barcelona. "Aquella noche tuvimos que dormir en el coche, pero luego nos trasladaron en un albergue de Comarruga", explica. Allí siguen. "Tenemos todo lo que necesitamos: comida, ropa, abonos de transportes, documentos... Y seguimos clases de español. No nos podemos quejar de nada", agradece. Su plan es encontrar trabajo y ser independiente de las ayudas del Govern. No tiene empleo pero ayuda con las tareas del hostal, así como a mejorar las instalaciones. Su hermano y su novia siguen de forma remota sus estudios en Ucrania. Quien lo lleva peor son los padres. "Es adaptación humana. Esto nos hará más fuertes, ¿no?".

Alumnos de la escuela ucraniana en Barcelona en la hora del patio.

Alumnos de la escuela ucraniana en Barcelona en la hora del patio. / Jordi Otix

Ayuda en furgonetas

Después del desasosiego y la primera angustia llegaron las olas de solidaridad desbordante. Lluba Kavatsyuk fletó una furgoneta hasta la frontera polaca con comida, medicamentos y productos básicos para los refugiados. "Necesitábamos ayudar en algo y pudimos hacer este viaje pero debemos ser conscientes que tenía que haber controles, había quien se aprovechaba y salía más a cuenta hacer los transportes en camiones que no hacerlo nosotros", explica. Ahora se dedica a ayudar en la traducción a los distintos ayuntamientos del Empordà, acompaña a refugiados y quiere ir a visitar a sus paisanos en Ucrania en septiembre. "Hay un momento en que toca parar y darte cuenta de que aquí también se necesita ayuda, yo viví un 'shock' de realidad y vi que al final son cuatro políticos los que deciden y los ciudadanos de a pie pagamos siempre el precio más alto", puntualiza. Igual que Andreii Krasnostup, que acumuló hasta cinco viajes a la frontera y varias noches sin dormir frente al volante. Ahora ha acogido en casa a su hermana a la que lleva de excursión los fines de semana.

El miedo en las trincheras

En sus viajes a la frontera polaca, Krasnostup trajo también a ciudadanos que se alistaron para ir al frente. Uno de ellos fue Igor Rakuta, padre de una niña y dueño de un bar en Estamariu (Alt Urgell), participó durante un mes en las guerrillas de defensa de Ucrania. "Estuve en los controles de carretera para vigilar los coches que querían llegar o salir de Kiev", cuenta este hombre de 55 años, que no logró entrar en el ejército. "Era una tensión enorme, un estado de nerviosismo. No sabías como acabaría aquello y nos estaban atacando por todos lados. Luego la cosa se estabilizó y pudimos hacer lineas de defensa, evacuar a familias, preparar 'kits' de primeros auxilios y ayudar en todo lo que podíamos", relata. "El miedo lo tienes, y lo tienes siempre. Pero te acostumbras. Igual que te acostumbras a las bombas", sigue. En mayo, le dieron el permiso para regresar a casa. Pensó en su hija, en su mujer, y en el bar, que debía seguir adelante.

Dos bocatas en el recreo

Hay otro ciudadano del Baix Llobregat que sigue a primera linea del frente. Sus hijos van a la escuela ucraniana de Barcelona, una de las instituciones claves para la integración de muchos niños refugiados. Se reúnen cada sábado y no ha habido día sin una cola de madres con sus hijos pidiendo plaza. El centro pasó de atender a 200 niños a dar cobijo a 425. A la directora del centro, Svetlana Shkolna, se le rompe el alma cuando ve que sus alumnos son trasladados a otras comunidades. "Hemos incorporado algunos psicólogos para los niños y las madres", cuenta. La integración de los menores habla por sí sola. "Las familias que están acogidas en casas particulares no tienen nada, hacemos colecta de todo lo que podemos... Y se ha incorporado una nueva tradición", dice. Los niños traen dos bocadillos para el recreo. "Uno para ellos y otro para los niños refugiados", prosigue. "Al menos sabemos que en la escuela comen", asegura, testigo de las penurias económicas para las familias que no tienen ningún sustento de la administración.

Cuando la vida se congela

Mariya asiste cada sábado a esta escuela. "Es lo que más le gusta de la semana, quiere que cada día sea sábado", explica su madre, Alina Panlichenkova. Mariya tiene ocho años pero salió de Dnipro (Ucraina) en pleno marzo. Llegó a Barcelona extasiada. En el punto de acogida de la Cruz Roja, apenas sonreía. Ahora ha vuelto a bailar hip-hop (algo que ya hacía en su país antes de la guerra) y se ha incorporado a la escuela catalana. Su madre es una de las habitantes de un hotel en El Vendrell. Vino junto a una amiga, Alesya Vinnik. Las dos madres crían juntos a sus hijos. Maiya y Óskar, de dos años. "No hay primavera, no hay verano, no sentimos... todo parece haberse congelado y detenido el 24 de febrero, y parece que este día dura para siempre" explica Vinnik. Las madres buscan empleos y están recibiendo sus primeras clases de español. "Nos iremos en cuanto se acabe la ley marcial y podamos estar seguras", siguen.

Soldados rusos en pesadillas

También la escuela es un motor en la vida de Nastia Yamolenko. Cuando EL PERIÓDICO entrevistó a Laura Pérez y Javier España no sabían nada de su paradero. "Recuerdo que estábamos con antidepresivos, sin dormir... Estos cien días han sido como cien años. Me queda tan lejos", cuenta Pérez. Este matrimonio acogía a la menor, de 16 años, cada verano. La niña vive en una aldea cercana a Txernóbil y pasaba los veranos en España para evitar las radiaciones. Cuando estalló la guerra, una de las hermanas de Nastia que vivía en Kiev se trasladó con ellos al Vallès. La niña, que vivía en zona ocupada por los rusos, no recibía ningún mensaje. "Estábamos encerrados, había días que no teníamos luz, ni agua, vivíamos en un búnker pero mis padres tenían comida en la despensa porque tienen un huerto. Me acuerdo de que venían los soldados rusos con las pistolas. Las manos en los gatillos y mi padre les decía que solo eramos niños", explica la niña, ya a salvo en Sabadell. Logró salir de allí a principios de abril. "Mi padre salió a la carretera y vio como salían tanques", cuenta. Aún sigue traumatizada por los estruendos. Le recuerdan a las bombas, a los disparos. "Tengo pesadillas", asume. Pero ya es cosa del pasado. Ha empezado tercero de la ESO y agradece el apoyo de los compañeros. Laura también da las gracias a las facilidades en la escuela, pero lamenta que ni el ayuntamiento ni la Generalitat les ha brindado ayuda alguna. "Aún no hemos podido hacer ni el padrón", señala.

Ansiedad permanente

"La ansiedad ya es habitual en mí. A veces quieres olvidar, no pensar, pero la vida sigue a tu alrededor y debes vivir en el sitio donde estás", cuenta Viktoria Vaskevych, una madre que se quedó atrapada en Barcelona a finales de febrero. Dice que gracias a la entrevista en EL PERIÓDICO ha logrado una familia de acogida. Tiene su marido y su hija mayor en Ucrania, y el corazón hecho trizas. Al final optó por quedarse a salvo en Barcelona. Su hija puede ir a la escuela, comunicarse y sentir que alguien la escucha. "Por supuesto queremos volver a casa, ver a la otra parte de nuestra familia que echamos de menos de una forma increíble, por suerte nos podemos comunicar con ellos a diario: ya se han acostumbrado a las bombas, a las sirenas, a las trincheras en la calle. Ahora sé lo insoportable que es no poder planificar tu vida, no hacer aquello que amas", explica esta psicóloga infantil de 48 años.

Sin ayudas de acogida

Vaskevych lamenta la falta de apoyo económico que perciben las familias de acogida en España, a diferencia de lo que ocurre en otros países europeos. Una realidad que han podido constatar los voluntarios de la agencia de viages Novovira, en la calle Diputació de Barcelona. En tres meses han multiplicado por 10 las familias atendidas. "Estamos destrozados, no dormimos", cuenta uno de los voluntarios, Yuri Mykhaylychenko. Por las mañanas buscan fondos para llenar la despensa. De noche llegan las ayudas para tramitar la documentación, hacer de intérpretes o ayudar con alojamiento. Mientras, el negocio de los viajes cae en picado. No hay turistas rusos.

Solo llegan refugiados. Y siguen haciéndolo a día de hoy. También de Rusia. Personas que no comulgan con el régimen de Putin y que no quieren tener que ir al frente. D. V. es uno de ellos. Un joven informático de 26 años que escapó con secretismo en cuanto pudo. Ahora vive con su abuela ucraniana en un piso del Maresme. "Intenté pedir asilo en España pero como no soy ucraniano tengo que ir por la vía normal y puede tardar años", dice. Ha perdido el empleo y no tiene forma de trabajar legalmente aquí. "De momento estudio español", sonríe. Se ha acostumbrado al mar, al calor y a los anocheceres de luna llena. "Salgo a la playa y veo como sale la luna, es algo precioso que no podía hacer en mi país", dice. También ha dejado de tener miedo de la policía: "ya no vienen a por ti como en Moscú". Y espera un nuevo inicio en el país del sol y la playa. "Tengo esperanza", reza.

Un mensaje de Vinnik a última hora. Esta madre, que cría sola a su hijo de dos años, que ha tenido que dejar su empleo de organizadora de eventos y que ha cambiado el maquillaje por las ojeras, quiere dejar algo muy claro. "Es muy importante para mí que lo incluyas en el reportaje". ¿El qué? "Aguantaremos. Ganaremos. Somos indestructibles. Somos fuertes".

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