El primer escándalo de la Iglesia chilena
Abusos en la Iglesia Chile: todo comenzó con el 'caso Karadima'
El sacerdote de la elite conservadora de Santiago puso en el centro de los debates el grave problema de los abusos sexuales
Abel Gilbert
Corresponsal en Buenos Aires
Especialista en América Latina y doctor en comunicación. Ha cubierto los principales acontecimientos políticos regionales durante las últimas dos décadas para El Periódico. Es autor de ocho libros, tres de ellos en colaboración, y se apresta a publicar otros dos.
Abel Gibert / Buenos Aires
El desmoronamiento de la imagen de la Iglesia Católica chilena comenzó con el caso del sacerdote Fernando Karadima. El prestigio acumulado durante los años de lucha contra la dictadura de Augusto Pinochet (1973-90), cuando dejó de lado su arraigado conservadorismo en cuestiones relacionadas con las costumbres para salir en defensa de las víctimas de la represión, se opacó desde el momento en que Karadima mostró aquello que no se quería ver: las vejaciones de jóvenes feligreses a partir de la década del ochenta. Karadima había edificado una suerte de pequeño imperio personal en la parroquia El Bosque de la comuna de Providencia, una de las más ricas y elegantes de Santiago. Las misas dominicales se abarrotaban de apellidos de alcurnia o sinónimos del dinero, pero también de figuras estrechamente ligadas a Pinochet como Jaime Guzmán, el inspirador de la Constitución que el régimen militar promulgó en 1980 a imagen y semejanza. Karadima tuvo a su alrededor una red de jóvenes que lo consideraban algo más que su confesor: un guía espiritual.
“Exigía que le rindieran culto”, se señala en 'Los secretos del imperio de Karadima', el libro escrito en 2011 por Mónica González, Juan Andrés Guzmán y Gustavo Villarrubia, y que puso al descubierto la trama de la parroquia de Providencia. Se creyó más allá del bien y el mal. Nunca esperó que salieran del mismo corazón de la parroquia las denuncias. Los primeros en hablar fueron James Hamilton, Fernando Batlle y Carlos Cruz. Sus testimonios provocaron conmoción. La Iglesia titubeó pero no tuvo otra alternativa que abrir una investigación en 2004. “Todo esto me dio asco”, dijo el sacerdote Eliseo Escudero al tomar cartas en el asunto. Por entonces se pensó que estaba tratando de demorar sus conclusiones para proteger al acusado y que el cardenal de Santiago, Javier Errázuriz, ya sabía desde 2003 de lo que ocurría con Karadima pero habría preferido callar. “Yo hice todo lo que estaba en mi poder… quienes debieron hacer el resto no lo hicieron”, le dijo Escuedero al Centro de Investigación Periodística (CIPER), que jugó un papel vital en la revelación de muchas zonas oscuras del escándalo.
A Karadima –se supo también por CIPER- no solo le interesaban los modos de llegar al cielo y la salvación: también manejó y acumuló millones de dólares. Llegaron a su cuenta como parte de su influencia en la elite conservadora. De ahí saldría en principio el dinero con el que se trató de cerrar las bocas de las víctimas de abusos y las de sus testigos.
La caída del abusador
Los de apacible impunidad de Karadima empezó a terminar la noche de 2010 en la que el programa televisivo Informe Especial le dio la voz a las víctimas del sacerdote. El gastroenterólogo Hamilton contó cómo se acercó a Karadima después de la muerte de su padre y el modo en el que el párroco se aprovechó de su desconsuelo. La Santa Sede tomó cartas en el asunto y encontró a Karadima culpable de abusos sexuales violentos a menores. El castigo fue considerado módico para una sociedad que no podía salir de su asombro: se le sancionó a una vida de retiro en oración y penitencia. Una sanción similar a la impuesta al fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel.
Karadima no fue una excepción y tampoco la regla ética de su Iglesia. Pero como Chile ya no era el mismo país del sigilo o el silencio vergonzante, las víctimas de otros sacerdotes tomaron la palabra. Los coletazos del caso Karadima llegaron a sentirse durante la misma gestión del papa Francisco después que designara como obispo de la sureña ciudad de Osorno a Juan Barros, acusado de encubrir al controvertido sacerdote. La indignación llegó a oídos del papa.
Durante varios años, Jorge Bergoglio quiso creerle a Barros y dijo que sus críticos se habían dejado manipular por “zurdos”. Durante su reciente viaje a Chile pudo percibir la incomodidad que provocaron sus acciones. Tiempo después revisaría sus posturas y aceleraría con sus gestos la dimisión de los obispos. No tardaría en reconocer que la Iglesia chilena dejó una “herida abierta” y que intentó curarla “insatisfactoriamente”. En la carta del pontífice que llevó a los obispos a la renuncia resuena en todo momento el nombre de Karadima: “hemos profundizado en la gravedad de los hechos, así como también en las trágicas consecuencias que han tenido particularmente para las víctimas. A algunas de ellas yo mismo les he pedido perdón de corazón, al cual ustedes se han unido en una sola voluntad”. Errázuriz sigue asegurando que nunca se encubrió a Karadima. Su credibilidad no parece ser alta.
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