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Oliver vestido con la camiseta del ficticio equipo que emula al Barça

Oliver vestido con la camiseta del ficticio equipo que emula al Barça / Archivo

Miqui Otero

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Este julio es para muchos más largo que el campo de Oliver y Benji. Quizá recuerden que los balones de aquella serie tardaban más en alcanzar su destino que un tren de Rodalies. De hecho, un universitario japonés calculó hace años la longitud del terreno de juego a partir del tiempo que invertían en cruzarlo y la altura del horizonte: concluyó que medía 18 kilómetros.

Sin embargo, traigo dos buenas noticias. La primera es que ya se acaba. La segunda, que Oliver Atom, ídolo de los crecidos en los años noventa, está justo ahora de vacaciones en Barcelona. O al menos se están emitiendo justo estos días los capítulos en los que juega en el Barça.

Yo llevaba semanas viendo la serie original con mis hijos. Alucinan, como yo en 1991, con las catapultas infernales de los personajes. También con los estadios llenos de público para un partido infantil y con los chutes que duran 14 minutos. Aún más con el hecho de que los jugadores padezcan una salud tan achacosa: desde Julian Ross, aquejado de una dolencia cardiaca que le hace disputar cada balón como si fuera literalmente el último, hasta la descalcificación en el fémur de Benji, inédita en alguien a su edad.

Les gustan tanto estos dibujos que incluso intenté comprarles las camisetas de la serie, aunque solo tienen tallajes de adulto, para treintañeros y cuarentones nostálgicos. Tiene sentido comprarte una camiseta del Mambo FC en la mitad de la vida y tener achaques parecidos a los de los personajes.

El caso es que, tras el éxito de las temporadas originales, la serie renació a principios de los 2000. En los nuevos episodios, Oliver se plantea en qué equipo jugar. En un vuelo a España sueña que lo hará con el Barça, que en la ficción se llama Catalunya FC. Y esos son justo los capítulos que están emitiendo ahora por televisión, a primera hora de la mañana. Y los que están amenizando los despertares de este julio.

Vemos, en algún fotograma, a Oliver rodeado de taxis amarillos y negros. También el Camp Nou y la Masia. Incluso ese chute combinado, a dos piernas, con Rivaul (versión de Rivaldo), que los dibujos ilustran con dos halcones en vuelo bajo con la montaña de Montserrat al fondo.

La serie está ambientada allá por 2005 y ahí Oliver tiene unos 22 años. No puedo evitar pensar en él ahora, pasando las vacaciones aquí. Lo visiono con una edad similar a la mía: ya ha echado un poco de barriga y probablemente lleva calzadas unas grandes gafas de sol para no destacar, porque ha viajado con sus hijos de seis años. Alucina Oliver Atom con los parques donde no está permitida la pelota, tanto como con las nuevas figuras que coronan las torres de la Sagrada Familia. También con tener que hacer cola en algunas terrazas de la ciudad, con la alta cantidad (y la baja calidad) de sitios de ramen y con lo difícil que es aparcar, incluso en estas fechas.

Yo estaré atento por si lo veo. Ya mi primer ídolo futbolístico del Barça fue un personaje de ficción. Devoraba los cómics de Eric Castel, ese futbolista con pelo plateado que inventaron cuando perdimos a Cruyff, en tiempos de túnel oscuro del nuñismo. Ver con los niños a Oliver jugando en el Barça durante estas vacaciones, e imaginar su vida adulta paseando por mi ciudad, ayuda en tiempos en que el nuevo jugador favorito (Yamal) casi podría ser mi nieto. Las mejores vacaciones, como los mejores goles, siempre se dan en la ficción. O en el pasado, que es, también, una ficción.

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