Conde del asalto

La estación de Sants de Barcelona es para sentarse y llorar

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La estación de Sants.

La estación de Sants.

Miqui Otero

Miqui Otero

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Está la estación de tren de Berlín, con su doble vestíbulo acristalado imponente, y la de Amberes, la Catedral del Ferrocarril, y la decimonónica en Copenhague, o incluso, más cerca, la de Toledo, con su arquitectura neomudéjar o mi favorita, la Estación del Norte de Valencia, con sus vitrales modernistas y sus naranjas y flores de azahar en la fachada… y luego está, qué decir de ella, Sants Estació.

Sants Estació es el exacto equivalente ferroviario de un piso de Núñez y Navarro, suelo como de terrazo de color entre terroso y salmón incluido. Funcional, diréis, y no iréis desencaminados. ¿Listo para entrar a vivir? Tengo más dudas. ¿Ideal para reformas? Podría ser.

La entrada a la estación.

La entrada a la estación. / E. P.

Hace semanas, de hecho, el cantautor rapero Jordi Ganchitos le dedicaba una canción de aires Batiatto que la retrataba desde el costumbrismo (la ha borrado de internet, quizá porque los mayores genios queman sus mejores obras). Llevo semanas viajando sin parar, así que nuestra estación de tren es el lugar barcelonés donde más he estado. Porque una estación de tren es un lugar. Los aeropuertos son no-lugares (allí somos números que deambulamos por un erial donde no pasa nada), pero las estaciones ferroviarias están, para bien y para mal, llenas de vida: es el sitio donde más pitillos se piden, donde más mochilas se cargan, donde más latas de cerveza de marca blanca se abren, donde la vida se busca y se abre paso.

Y, admitámoslo, Sants no es la más hermosa de las estaciones, por mucho que su salida a la plaza de los skaters tenga su encanto. ¿Conocéis aquel título de libro: 'En Grand Central Station me senté y lloré', de Elisabeth Smart? Bien, pues en la estación barcelonesa podría haber llorado con más razón, porque la belleza no abunda.

Prueba de Carbono 14

No imaginéis cuadros de Hopper, no. Las tiendas de comida prometen lo que luego dará la ciudad, anglicismos incluidos: “¡Sé Smart y llévate este menú!”, se anuncia (el menú, por ocho euros, es una Coca-Cola, un Kit Kat, y un bocata de bacon al que se le podría aplicar la prueba de Carbono 14). Hay Enrique Tomás, la meca de las franquicias jamoneras, y una Taberna Barcelona, con su logo de flor de panot (en Madrid es peor, porque la taberna se llama Mahoudrid).

La tienda para todo es el Divers, donde puedes encontrar desde Vespas infantiles a prensa internacional. Y, a diferencia de las grandes multinacionales de ropa que venden en el Prat, aquí hay una boutique con aspecto de tienda de ropa de toda la vida de La Sagrera. Se agradece. De hecho, la más curiosa es Peter’s, con sus querubines dibujados en el letrero, que ofrece chucherías y regalos de comunión.

Lista para entrar a sobrevivir

El carácter de Barcelona se muestra con nitidez preocupante en los lavabos. Primero, porque hay que pagar para pasar los tornos y orinar. Segundo, porque la pared está tapizada con una especie de jardín vertical falso. Tercero, porque ahí pone en inglés: One Hundred Restrooms. Aliviarse como franquicia.

No falta la tienda en la que los viajantes compramos todos los regalos aliviaconciencias para nuestros hijos: Ale-hop, con su vaca de cartón piedra en la puerta y sus mil regalos tontos pero acertadísimos, de ventiladores portátiles a palas de badminton gigantes.

La Estación de Sants representa, pues, lo mejor y lo peor de nuestra ciudad. Una falta de historia antigua alarmante, cierta comodidad para conseguir lo que se busca, precios caros y calidad mediocre. Lista para entrar a sobrevivir. Y, por qué no, a llorar.

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