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El Bar Tetuán, con la persiana bajada.

El Bar Tetuán, con la persiana bajada. / M. O.

Miqui Otero

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Cuesta tanto encontrar un bar especial en Barcelona como una persona especial en el mundo. Por eso, cuando uno ve durante unas semanas la persiana bajada de uno de los elegidos teme por su desaparición definitiva, con la preocupación que despierta que alguien cercano no te coja el teléfono durante unos días. 

Eso me ha sucedido durante mis últimos paseos con el Bar Tetuán, cuyo letrero con palmeras y con la fecha de fundación (1952) corona una persiana echada llena de grafitis. Yo ya me temo secretamente la apertura de la enésima casa de las carcasas, metáfora de la carcasa vacía que será en breve esta ciudad. 

Dios se manifiesta en sus detalles y bendice los garitos con pequeñas cosas. En este caso, las paredes alicatadas en baldosa de ladrillo granate, a juego con los taburetes y minisofás de polipiel, la barra estampada de fotogramas de película, las paredes del lateral derecho forradas de arpillera de saco humilde, los dos porrones con sus pitorros enfrentados y ajenos a la botella de Jägger, la fregona reposando sobre la 'senyera', las fotografía de bodas y bautizos de la familia fundadora, del techo colgado el reloj de antigua estación de tren que a menudo no da la hora correcta (pero que la da dos veces al día, que ya es mucho), los juegos de mesa sobre la campana extractora de aluminio donde se lee "Aquí hay juegos de mesa". En fin, la vida, toda la que le falta al 99% de bares de esta ciudad.

Pensaba en cada uno de estos detalles que hacen más tolerable la vida (y el trago en el bar), pero en realidad yo tengo la mirada del cliente reciente. Así que, antes de sacar los pañuelos y soltar la elegía por esta arcadia, que resiste desde hace décadas en la ruidosa glorieta que lleva su nombre, consulto a vecinos con mucha más solera. Mi buen amigo Ramón, por ejemplo, que fue durante años con Mireia y con su hijo Martí, ahora estrella emergente de la música urbana. Entonces él era un niño, y era tal el nivel de confianza en el garito que sus padres no dudaban en dejarlo al cuidado de las dueñas: dejar a tu hijo en un bar debe de ser algo parecido a ofrendárselo al dios en el que crees, habla bien de los padres y aún más bien del bar. Desde luego, no dejaría al mío en el bar de Ikea o en un Starbucks, pero sí en este. ¿Por qué? Pues porque aquí, en el Tetuán, desayunaban cada día un coro de mujeres trabajadoras. La peluquera, que cortaba el pelo en uno de estos entresuelos, sí, y que también era su vivienda. Pero también estaban esa madre e hija que regentaban la boutique Tetuán, en esa edad geológica cuando no todo el mundo iba de Zara. Quizá una de las estrellas sería otra mujer, dueña de una zapatería en Tetuán con Roger de Flor. Ya octogenaria hace muchos años, se negaba a cerrar su tienda. Cada vez ofrecía menos zapatos, así que fue virando hacia otro modelo de negocio: el de los regalos. Me cuentan mis amigos que allí había colocado un rótulo: "Es fan regals". Quizá no vendería mucho, pero estaba dispuesta a regalar a quien lo necesitara. Así que por allí pasaban vecinos que traían figuritas, bibelots, bolígrafos buenos, vajillas dispersas, libros con tantas vidas como un gato... y ella ofrecía todo eso gratis a quien lo necesitara o incluso a quien simplemente lo deseara. 

Gato de bar

La mujer, esta mujer que podría protagonizar una novela, tenía un gato que podría protagonizar, como mínimo, un cuento. El gato se llamaba Salvador y era (no es una metáfora) un gato de bar. De Bar y, sin embargo, también casero. La cuestión es que vivía en el piso de la zapatera regaladora, sí, al otro lado de la manzana, pero cruzaba por el patio interior y, como Félix o Garfield por su casa, se colaba en el bar. Es decir, podía estar viendo la tele y, si necesitaba un poco de compañía, se cruzaba el patio y se daba un garbeo por la barra del Tetuán. Como todo gato (y, aun más, como todo gato de bar) falleció. Daba pena, enterrarlo. Sobre todo porque, por alguna mágica razón (quizá sucede eso con los verdaderos gatos de bar) se momificó sin alcanzar a descomponerse. Nadie se atrevía a darle sepultura, mucho menos la dueña. Hasta que buscaron a un hombre para hacerlo: el padre de Mireia, que vino desde su pueblo para oficiar la ceremonia. Por lo visto no sucedió eso, pero me encanta imaginar a toda esa parroquia de bar cargando bocatas y cantimploras y pillando un bus en el Bar Cosmopolita para ir a enterrarlo al pueblo. Eso no sucedió, pero ese gato, y su dueña, y sus amigas, y los míos, representan lo que es un bar y también lo que es la vida y también lo que debería de ser, y ya no es, la vida en un bar. En el Bar Tetuán. Acabo de pasar y sigue con la persiana cerrada. Quizá solo estén haciendo reformas. Pasaré de nuevo mañana. Lo rondaré como un gato en busca de alimento.

PD: Efectivamente, he comprobado que hace semanas que cerró como me temía.

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