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Macropiscina de bolas de la exposición 'Pop Air', del Balloon Museum, en el Palau Victòria Eugenia.

Macropiscina de bolas de la exposición 'Pop Air', del Balloon Museum, en el Palau Victòria Eugenia. / M. O.

Miqui Otero

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A escasas horas de la celebración de las elecciones, con la amenaza (luego confirmada) de unos buenos resultados de Aliança Catalana y Vox, me meto en un museo de globos en Montjuïc. Quizá por eso no me extraña que en la primera pantalla que veo nada más entrar se cuente la Operación Fortitude contra los nazis.

Los globos son siempre una buena idea, pero aquella vez fueron, por así decirlo, perfectos para derrotar al fascismo: británicos y estadounidenses se inventaron un engaño para convencer a los alemanes de que la invasión de Francia se haría por el Puerto de Calais y no por donde desembarcarían (las playas de Normandía). Entre otros juegos visuales, colocaron en el lugar idóneo unos tanques inflables que engañaron al enemigo, en una apuesta más parecida a los dibujos del Correcaminos que a las maniobras que deciden las guerras mundiales. Pero funcionó. Así que le debemos mucho a los globos.

Globos artísticos

Habría que confesar que durante mucho tiempo los globos del fin de semana tenían más que ver con la farra nocturna (qué globo llevo, etc) que con los plásticos inflables. Aun así, todo padre sabe que un globo te salva entre media hora y hora y media: los niños más exigentes, esos que con el meñique estirado pueden descartar cualquier manjar o pasatiempo, esos que exigen juguetes y espectáculos carísimos, los que le leen la cartilla a los Reyes si no han obedecido a su megalómana carta, se rinden ante un globo comprado en el último momento en el bazar chino. El globo es perfecto, como decía Umberto Eco de la rueda, del cuchillo y del libro.

Así que parece una buena idea usar un sábado por la mañana para visitar la exposición Pop Air, del Balloon Museum, en el Palau Victòria Eugenia. La muestra, que ha triunfado en muchas capitales mundiales, explora el globo como material artístico en hasta 17 instalaciones.  

Hay laberintos de espejos donde se reflejan imágenes de globos de colores para dificultar la orientación. También conejos gigantes de color rosa que es mejor no encontrarte de resaca o bajo los efectos de algún psicotrópico. Estructuras de globos que se despliegan y encienden con una dinamo que activas con el pedaleo de una bici. Monstruos que te dejan entrar en su barriga como un Jonás con la ballena. Bailes locos de decenas de globos impulsados aquí y allá por corrientes de aire parecidas a las que le levantaban la falda a Marilyn Monroe en La tentación vive arriba. Habitaciones con globos imantados para jugar a organizarlos en estructuras.

La piscina gigante de bolas del Balloon Museum.

La piscina gigante de bolas del Balloon Museum. / M. O.

Pero todo es un prólogo para llegar al corazón del asunto: la piscina de bolas. Perdón: la verdadera piscina de bolas. Hasta ahora, una piscina de bolas era un lugar con unas 150 bolas de colores donde se supone que el niño tiene que sentir que chapoteaba. Es como llamar piscina a un barreño de agua o a un charco en un parque del Eixample. Esto sí es una piscina de bolas. Gigante. Olímpica. La instalación, una mezcla de La fortaleza de la soledad de Superman y alguna fantasía de Barbarella, juega con el blanco y millones de bolas transparentes en una piscina con sus escaleritas y su metro de profundidad. Por primera vez no solo los niños, sino también los adultos, se bañan en una piscina de bolas que merece tal nombre, animada por juegos luminosos, lámparas esféricas de colores y música. Incluso yo, adulto, al salir, pensé lo mismo que otros muchos fines de semana en el pasado: “Vaya globazo”. 

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