Conde del asalto

El encanto retrofuturista del Camp Nou, por Miqui Otero

Era un ejemplo de cómo se imaginaba el futuro en el pasado, cuando el futuro aún era imaginable. Ya no hay jugadores calvos, ni con bigote, ni campos así en la élite

barcelona/WhatsApp Image 2023-05-31 at 13.53.06 (2).jpeg

barcelona/WhatsApp Image 2023-05-31 at 13.53.06 (2).jpeg

Miqui Otero

Miqui Otero

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Había algo bonito, casi contracultural, en seguir llamando Camp Nou a un campo tan viejo.

Hace unos días fui al último baile antes de la remodelación y, de repente, me daba una pena tremenda. En una ciudad como la nuestra, donde casi no hay letreros de comercios antiguos ni bodegas ancianas, donde tiendas modernistas son ahora casas de carcasas, que el Viejo Camp Nou continuara en activo era algo así como gozar de una banda de rocanrol en edad de Imserso petándolo ante un público joven. Era, también, como volver a un hogar familiar y seguir viendo los tapetes de ganchillo hasta en el mueble de la tele y esa caja de galletas danesas de 1983 cumpliendo muy eficazmente su rol de costurero.

Tecnología de 'Star Wars'

El Camp Nou, pensaba mientras veía los últimos pases de Busquets, me recordaba a las naves de la resistencia en 'La guerra de las galaxias', esa especie de tecnología oxidada, poco aerodinámica, retrofuturista. El Camp Nou era un ejemplo de eso, de diseño retrofuturista, de cómo se imaginaba el futuro en el pasado, que era cuando el futuro aún era imaginable. El futuro, ya lo dijo Ballard en los setenta, ya no tiene futuro. O si lo tiene es impuesto ahora, más que dibujado con la imaginación para luego.

¿Se puede echar de menos esa especie de templo de Marte de hormigón? Sí. ¿Y las rampas con más baches que una carretera local en Zamora? Sí. ¿Y las goteras o la señalética retro o los baños río, sin separación? Por supuesto (orinar en comunidad hacía sentir los colores). Hasta el tradicional atasco de gente y el escabeche humano en la Línea Verde. Y aún más las bufandas caseras de lana blaugrana en el cuello de abuelos con olor a faria que, aún hoy, le gritan «burru» y «toia» a Bakero, aunque la pase atrás otro jugador. ¿Y los Frankfurts crudos por dentro, algo quemados por fuera, a precio de bogavante? Bien, quizás esto último no, aunque si algún día vuelvo a comerme uno será como la magdalena de Proust mojada en té: se desatarán mil recuerdos, desde las primeras veces en el R5 con mi primo a las noches europeas con Álvaro, de un 5 a 0 a los merengues hasta aquella liga que le ganamos al Depor en el último suspiro (cuando boté con mi amigo Albert hasta desfondar dos sillas, salí del campo, me metí en una cabina y le aseguré a mi padre, entonces de ese equipo, que no me había alegrado, la primera vez que le mentí). 

Sección de petanca

Ahora todos los coches son iguales, las mismas formas sin aristas, del mismo modo que lo son los campos. No es nostalgia, miradlos. Me parecía hermoso, sí, tener ese estadio (¡y que fuera un reclamo turístico!) para un equipo tan poderoso, en una época en la que las empresas gastan un dineral en las formas aerodinámicas y el tacto adictivo de nuestros cachivaches electrónicos. Ya no hay jugadores calvos, ni con bigote, ni campos así en la élite. 

Pero tocó despedirse y la despedida fue bonita. En la ceremonia, el socio número 14 le pasó un banderín de córner a dos nenes muy pequeños. En la grada lo vimos mi padre, mi hijo (que debutó ese día y que cinco años antes había nacido en una habitación con vistas a este estadio) y yo. Mi padre llevaba la camiseta arlequinada de hace tres años, yo la Kappa de franja blanca que me regalaron unos Reyes a los 12 y mi hijo una clásica de Cruyff. Una despedida como Dios (es decir, Él; es decir, Cruyff) manda. Propongo que los culers, como los jubilados, vayamos estos meses a ver las obras y que fundemos sección de petanca.

Suscríbete para seguir leyendo