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Josep Maria Fonalleras
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El mal habita en los detalles

El caso de Gisèle Pélicot derriba todos los mecanismos de defensa. Justamente, porque el espanto convive con el sofá y la manta

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Gisèle Pelicot arriba al judici contra el seu marit, ahir a Avinyó (França). |  EDGAR SAPIÑA / EFE

Gisèle Pelicot arriba al judici contra el seu marit, ahir a Avinyó (França). | EDGAR SAPIÑA / EFE

¿Somos capaces de soportar la existencia del terror? Mejor dicho: ¿podemos llegar a entenderlo, a colocarlo en nuestro imaginario? Me atrevería a decir que sí, siempre que sea en un espacio y un tiempo acotado y bajo unas condiciones estrictas. Un mal exento, no adosado al muro de la realidad tangible, sino como un fenómeno ajeno, una tenebrosa edificación en el desierto. Podemos asumir la tortura, la violencia, el desprecio, siempre que se nos aparezca bajo la apariencia de un monstruo repulsivo. El monstruo no nos interpela ni nos representa ni lo percibimos como humano. Es una construcción que podemos llegar a entender siempre que ejerza la monstruosidad a tiempo completo, porque ante el horror, al menos, aplicamos la regla del refugio. Sí, estas cosas suceden, pero solo en un entorno determinado, en un infierno acotado, producto de la fiebre repulsiva de un enfermo. Somos capaces de enfrentarnos a la consternación si la enmarcamos en un territorio pavoroso. No es que se diluya el pavor, pero procuramos que se imponga la lógica del calabozo. Solo en el reducto donde víctima y verdugo conviven se implanta el estremecimiento.

Todo se tambalea (aún más: esta “aceptación” del mal no es nada gratuita, no nos engañemos) cuando se nos planta delante la posibilidad de que el verdugo solo sea monstruoso a unas horas convenidas. La víctima, no. La víctima está siempre ahí, en todo momento. Nunca deja de vivir la pesadilla. De las torturas en la Escuela de Mecánica de la Armada, por ejemplo, nos impresionan tanto las descargas eléctricas o los ahogamientos como el aparato donde los militares argentinos fichaban para justificar la jornada laboral. Salían del infierno, llegaban a casa, cenaban, jugaban con las criaturas y al día siguiente, antes de volver a la ESMA, las llevaban a clase. Después, se vestían de monstruos y volvían a practicar el horror en horario convenido. La irrupción de la cotidianidad en la ecuación nos agobia, nos desconcierta, nos sacude. Ya no sabemos cómo reaccionar, porque ya no tenemos al monstruo localizado en una habitación, sino que campa entre nosotros. Es similar a lo que describe 'La zona de interés'. El jardín ameno es vecino de las cámaras de gas.

El caso de Gisèle Pélicot derriba todos los mecanismos de defensa. Justamente, porque el espanto convive con el sofá y la manta. Cuando pensamos en los detalles del caso (92 hombres que la violaron durante años, mientras dormía, anestesiada por su marido) el escalofrío excede todos los límites. ¿Y la vida 'normal' que hacían durante el día? ¿Y los juegos con sus nietos, las comidas familiares, las celebraciones de cumpleaños? Convivían con la barbarie. Los detalles son repugnantes y llegan al paroxismo durante el juicio al criminal. A los criminales. Uno de ellos – Jean, Didier, Jean-Luc, Romain, Redouan, Cédric, Grégory, Karim, Jean-Marco, Philippe, Quentin, Nicolas, Vincent, Patrick, Paul... – llega tarde y se excusa diciendo que ha tenido que llevar a sus hijos a la escuela. El padre atento fue un sátrapa nocturno. El mal habita en los detalles.

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