Opinión | EDUCACIÓN

Ximo Puig

Ximo Puig

Expresidente de la Generalitat Valenciana

El precio de la exclusión

El precio de la exclusión.

El precio de la exclusión. / D.I.

Hay una expresión curiosa en francés –’blues de dimanche’– que describe la universal nostalgia de los domingos por la tarde. Debería haber otra palabra que condensara el sentimiento, cuando eres niño, de regresar al aula después del verano. Esa mezcla de olor a lapicero afilado, el tacto de una libreta por estrenar, las miradas de los compañeros nuevos o la voz de la profesora al pasar lista el primer día de clase; tal vez en ese instante comienza el otoño real.

Sin embargo, más que la nostalgia tramposa o el bucolismo de días lejanos que uno revive al ver a los nietos y sus primeros pasos escolares, hay una realidad inequívoca que en este curso me preocupa más que nunca: cómo la educación ejerce como tobogán acelerador hacia la desigualdad o como rampa de salida a la inclusión. Porque hay decisiones que no son neutrales en este ámbito crucial. Por ejemplo, la estrategia silenciosa por crear, mediante subterfugios hipócritas, una enseñanza de varias velocidades donde opera, de facto, la segregación.

El otro día me llamó la atención el reportaje que llevaba en portada el venerable L’Osservatore Romano. ‘Il prezzo dell’esclusione’, titulaba el periódico del Vaticano. No es un dato menor que sea el periódico de la Santa Sede quien advierta del precio de la exclusión educativa mientras las derechas políticas de distintos territorios y países van olvidando –en un proceso de amnesia vergonzosa– sus raíces democristianas. Esas derechas derechizadas se afanan por debilitar el modelo de igualdad que comienza en las aulas y, a la vez, propagan su fuego retórico contra la inmigración hasta hacer evaporar la última gota humanista de su ideario.

Es curiosa la metamorfosis: una gran parte del liberalismo mutó con fluidez al neoliberalismo en los años ochenta y noventa; y ahora, agotado el paradigma neoliberal tras su fiasco en la respuesta a la Gran Recesión o la pandemia, el iliberalismo parece su nueva mutación: una tentación electoral a la desesperada cuando no se tiene otro proyecto más sólido que ganarle terreno a la ultraderecha al precio que sea.

Aunque el precio sea el ataque a los fundamentos básicos de la convivencia. Aunque el precio sea resquebrajar la cohesión social. Aunque el precio sea el insulto a la sociedad de respeto que sustenta una democracia avanzada.

L’Osservatore se hace eco de un informe de la OCDE y la Unesco con un dato alarmante: en todo el mundo, 250 millones de niñas y niños están excluidos de la escuela. No van a clase. No volverán al aula este septiembre. Ni libros ni lápices; nada.

Y esa falta de escolaridad, aparte del impacto incalculable en sus vidas –por ejemplo, en las niñas se incrementan los matrimonios precoces y los embarazos prematuros; en los niños se recrudece la explotación laboral–, desde el punto de vista económico tiene un coste global estimado en diez billones de dólares al año hasta 2030. Es decir: como el PIB anual de Francia y Japón juntos.

Aludo a estas desigualdades, cuyo origen anidan en la educación, porque no solo se detectan en los países en vías de desarrollo. También aquí las desigualdades comienzan tras el pupitre. Y algunas preguntas son inevitables.

¿Por qué se intenta, por la puerta de atrás, concentrar a los alumnos migrantes en las aulas de la educación pública? ¿Qué se pretende al crear un pasillo segregador que favorece el trasvase, gota a gota, hacia la enseñanza concertada o incluso privada? ¿Qué modelo de sociedad –irreal y empobrecido– conocerán aquellos alumnos que, en su día a día, no se relacionen con niños y niñas de otros orígenes? ¿Cuál es el precio de la exclusión, para unos y para otros?

La educación, como me enseñó Joaquim Dolz –un sabio de la pedagogía, un valenciano formado en Suiza– implica la aprehensión de valores de respeto compartido, la capacitación y la innovación creativa. La esencia educativa es ser cantera de espíritus críticos más allá de su dimensión utilitaria, como clamó el profesor Nuccio Ordine.

Es la ambición de darles a las personas, en su proceso de aprendizaje, los más preciados valores de la humanidad. Aprovechar la tecnología; no ser esclavos de la tecnología.

La inteligencia artificial es un anclaje extraordinario y nos ha de permitir dedicar más tiempo a pensar, a debatir y a crear. Nuestro propósito debe ser convertir las aulas, desde Infantil hasta la Universidad, en faro de ciencia, de decencia y de conciencia.

En cambio, en algunos gobiernos se atisba un golpe de timón que pretende desviar la educación pública de esos valores ilustrados que nos han conformado como una sociedad abierta.

En ese sentido, merece una reflexión –y su reacción correspondiente– la encuesta de esta semana que refleja un dato inquietante: que el 26 % de los varones españoles de entre 18 y 26 años considera que, "en algunas circunstancias", el autoritarismo puede ser preferible al sistema democrático. ¿Cuál es el precio de la banalización del mal, como nos urge a preguntarnos Hannah Harendt?

Estos meses, por desgracia, un fantasma recorre Europa: el espantajo que agitan el miedo y el odio –visceral, irreflexivo, ilógico, y ante todo insolidario– hacia el migrante. Ese trilerismo político, indefendible bajo ningún parámetro social, cultural o económico, es indecente.

Algunos quieren que tenga su correlato en el sistema educativo creando burbujas sin inmigrantes, sin pobres, sin diferentes. Antes se revindicaban herederos del cristianismo. Ahora parecen ignorar, sin piedad, cuál es el precio de la exclusión.

(Con todo, llegó el día: la alegría de aprender. Buen curso. Y ánimo a las maestras y maestros que ayudan a abrir la puerta de ese viaje maravilloso que es el conocimiento).