Opinión |
Independentismo
Ernest Folch

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Editor y periodista

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Reconocimiento para Esquerra

ERC eligió el camino más difícil, huyendo del aplauso fácil de las redes sociales, en un ejercicio inédito de madurez y responsabilidad

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A l’esquerra, Oriol Junqueras en un acte a la Ciutat de la Justícia. A la dreta, Carles Puigdemont durant la seva recent aparició a Barcelona.  | FERRAN NADEU / ZOWY VOETEN

A l’esquerra, Oriol Junqueras en un acte a la Ciutat de la Justícia. A la dreta, Carles Puigdemont durant la seva recent aparició a Barcelona. | FERRAN NADEU / ZOWY VOETEN

Es muy infrecuente que, en el fango de la política, un partido escoja el camino más difícil justo cuando se encuentra en su peor momento. Esto es justo lo que hizo Esquerra aquel tragicómico 8 de agosto, en el que vivimos las dos caras del inependentismo. Mientras Puigdemont protagonizaba una ‘performance’ vacía y autodestructiva pero mediáticamente espectacular, ideal para esta era demagógica de las redes sociales, Esquerra tomaba una decisión difícil, contradictoria y desagradecida, pensando solo en largo plazo, con el único fin de evitar unas elecciones anticipadas que hubieran resultado incomprensibles para el grueso de la sociedad catalana. El voto doloroso de ERC para investir a Salvador Illa culminaba, de hecho, su meritorio y nunca suficientemente valorado aterrizaje a la ‘realpolitik’ que emprendió aquel lejano 2021, en el que su estrategia de huir de la confrontación y ampliar la base le dio la presidencia de la Generalitat.

Desde entonces, el partido de Junqueras, empezando por él mismo, ha sufrido una lacerante y vergonzosa campaña de acoso y derribo, al límite de la violencia verbal, de los defensores de una pureza inexistente, que además ha ido derivando peligrosamente hacia las sucias playas del supremacismo. El independentismo mágico, mayoritariamente dentro de Junts, incapaz de aceptar que sus proclamas unilateralistas ya solo cabían en un tuit, se lanzó a la yugular del soberanismo pragmático de Esquerra, y consiguió desgastarlo, aunque fuera al precio de menospreciar el martirio de la cárcel por el que pasaron sus dirigentes: el independentismo catalán debe ser el único movimiento político de liberación donde se ha intentado construir la idea de que es peor el exilio que pasar unos cuantos años entre rejas. Hasta que llegaron las últimas autonómicas, en las que Esquerra sufrió una debacle, que solo puede analizarse en el marco de la hemorragia general de un independentismo que, poco a poco, ha ido perdiendo el centro de la sociedad catalana. Desde el fondo de un pozo muy oscuro, con el liderazgo de Junqueras discutido y el partido dividido en dos, Esquerra todavía tuvo fuerzas para someter a su militancia la investidura de Illa y, aunque por poco margen, se impuso el ‘Sí’, a cambio literalmente de nada. A corto plazo, la decisión solo les va a traer más problemas, y la estrategia está clara: culparles de todo, empezando por los nombramientos del Gobierno, que nada tienen que ver con ellos. Pero, a largo plazo, la martirología de ERC, bien gestionada, puede ser una inversión de futuro, y si no que se lo pregunten al PSC, que de la terrible travesía del desierto del ‘procés’ ha pasado, con paciencia, a acumular el mayor poder socialista de toda la democracia. En aquellos irreales días de agosto, lo más llamativo fue el retorno ‘fake’ de Puigdemont, pero lo más importante fue lo más silencioso: la encomiable autoinmolación de Esquerra en beneficio de la mayoría. No es justo, como hacen algunos, racanearles el mérito, y tampoco hace falta votarles para reconocerles este enorme gesto. 

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