Opinión | Gárgolas

Josep Maria Fonalleras

Homéricos o estrafalarios

 La introducción estrafalaria del break dance, una competición sin ton ni son, en los Juegos Olímpicos de París obliga a pensar sobre la absurdidad de cualquier deporte

Unos jóvenes practican break dance en el Trocadero de París.

Unos jóvenes practican break dance en el Trocadero de París. / OLIVIER HOSLET

A lo largo de un largo mes de agosto sin escribir, tienes tiempo de fijarte en asuntos muy trascendentales y muy banales. Acumulas en la nevera productos que son frescos en el momento de entrar y que, al cabo de los días, sueltan ese jugo desagradable de los manjares que se estropean. Me pasa, por ejemplo, con el perejil. Cuando lo tengo, imagino picadas y ensaladas que el vegetal debe culminar con un poco de ajo laminado. Después, los restos del perejil, perdido en el marasmo del frigorífico, son patéticas desolaciones cotidianas que terminan en el cubo de los desechos biodegradables.

El verano tiene esto. Si te despistas, todo lo que era verde y lozano se acaba marchitando.  Aún con algunas ramas comestibles, el perejil que he ido acumulando este mes me enseña que hay espacios para la reflexión, aunque la noticia haya caducado. Los Juegos Olímpicos, por ejemplo. La introducción estrafalaria del break dance, una competición sin ton ni son, en el programa de París24 nos obliga a pensar sobre la absurdidad de cualquier deporte. Quizás se salvan los que reflejan prácticas inmemoriales, ahora educadas y regidas por unas reglas. Correr, por ejemplo. Quien corría más rápido, salvaba la vida. O quien saltaba más allá del precipicio. O quien era capaz de levantar una piedra que obstruía el camino. O quien nadaba porque era necesario y útil. O quien demostraba ser más fuerte que el oponente. Es decir: atletismo, natación, halterofilia, boxeo.

El resto, en el momento en que se crearon, eran tan absurdos, inútiles y estrafalarios como lo es el break dance. Ejecutar equilibrios, chutar una pelota, depositarla en una cesta. Los únicos detalles que separan la tontería, que es una consecuencia del tedio, de la excelencia y la belleza son la historia y los códigos. Si el deporte es reglado y tiene pedigrí, disfrutamos de las heroicidades y las convertimos en literatura. Y, sin embargo, todavía nadie me ha sabido explicar cómo es que la petanca, el hockey sobre patines o el noble juego de la butifarra no son disciplinas olímpicas.