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Albert Sáez

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Director de EL PERIÓDICO

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Así llegamos a los dilemas de Llarena

Manuel Marchena, Pablo Llarena y Carles Puigdemont, de izquierda a derecha

Manuel Marchena, Pablo Llarena y Carles Puigdemont, de izquierda a derecha / EPC

El trazo gordo del independentismo mágico nos quiere hacer creer que los jueces van a interferir en la investidura en el Parlament de un nuevo presidente de la Generalitat. La "toga nostra" lo llaman. Por mucho que es esfuercen sobreactuando, la realidad es otra. Si hoy y mañana viviremos lo que viviremos es por razones que casi nada tienen que ver con los jueces. En primer lugar, estamos donde estamos por el pleno del Parlamente del 6 y 7 de septiembre de 2017 cuando una mayoría ajustada forzó unos cambios legislativos que requerían, como mínimo, mayorías reforzadas en la propia cámara cuando no directamente una reforma constitucional. El independentismo tomó un atajo para el que no tuvo ni la cohesión interna, ni el respaldo social ni la complicidad internacional que pudieran garantizarle un éxito que a los pocos días o semanas hubiera sido igualmente un fracaso. Ese es el detonante del que nunca han rendido cuentas antes sus electores ni Puigdemont ni Junqueras. Y la respuesta a este atajo fue otro atajo. Mariano Rajoy instó al entonces fiscal general del Estado, José Manuel Maza, a presentar una querella criminal que no fue contra el Parlament sino contra los miembros del Govern y de las asociaciones independentistas. A juicio de varios magistrados del Supremo, esa querella nunca se debió presentar porque forzó a tratar un asunto político como un delito criminal. Y cuando el derecho penal echa a andar, la política no puede interferir sino es, como se ha visto, por la vía de los indultos y la amnistía. Y aquí estamos, con unos titulares de brocha gorda que aseguran que la investidura de Illa está pendiente de un juez. Y eso es lo que el independentismo mágico no quiere entender. Imaginemos que las cosas fueran al revés. Imaginemos que la declaración de independencia hubiera salido adelante y que hoy la justicia de un hipotético estado catalán persiguiera a un diputado del Parlament por malversación y la oposición amenazara con impedir la votación si era detenido. ¿Qué haría un Puigdemont presidente de la república? ¿Llamar al juez y decirle que no lo hiciera so pena de ser expulsado de la UE o de no ser admitido nunca? En la respuesta está la clave de lo que se nos avecina. 

Ernesto Ekáizer lleva días diseccionando lo que se cuece en la Audiencia Nacional y en el Tribunal Supremo sobre el regreso y detención de Puigdemont. La cuestión es por cuál de las opciones que tienen encima de la mesa se inclina el juez Pablo Llarena. A pesar del escarnio al que le ha sometido el independentismo mágico, Llarena conserva muy buenos amigos en Catalunya que le siguen respetando y considerando un jurista puntilloso al que la pasión no le ciega la razón jurídica. No hará nada que pueda poner en entredicho a la justicia española ante sus colegas europeos, esa ha sido la máxima que han seguido tanto él como Manuel Marchena en este proceso que empezó por el encargo de Rajoy a Maza de responder con una querella criminal a un desafío político y no acusar a los diputados. Y aquí estamos.

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