Opinión | GÁRGOLAS

Josep Maria Fonalleras

Las plumas, el agua y el humor

Un momento de la ceremonia de apertura de los Juegos olímpicos de París.

Un momento de la ceremonia de apertura de los Juegos olímpicos de París. / EFE

Fue divertido comprobar, sobre la marcha, cómo la inicial expectativa que siempre genera un evento de tanta trascendencia como la inauguración de unos Juegos Olímpicos, derivaba (primero, despacio; poco después con una velocidad sideral, una carrera endemoniada) en un ataque frontal contra la factura (¡fractura!) del espectáculo. Había de todo: desde críticas sarcásticas a las barquitas que contenían delegaciones estatales minúsculas o comentarios sobre el hecho de que se olvidaron de apagar la luz de las mesas de los “bateaux mouches” que también son restaurantes flotantes, hasta la hilaridad o la vergüenza ajena que se derivaban de la aparición de personajes estrafalarios, de coreografías de final de curso, de la reconstrucción chapucera del “Mon truc en plomes” de Zizi Jeanmaire, o, pongamos por caso, de aquel homenaje a la toma de la Bastilla, con rock duro, cabezas cortadas y simbología del terror. Después, como siempre ocurre, la balanza se decantó y los hubo que alabaron el ingenio y el atrevimiento y, después, la balanza volvió a decantarse y surgieron los comentarios sobre la deriva masónica (sic) del acto, y los gritos de airados cristianos clamaron contra una reconstrucción de la Santa Cena que consideraron irreverente. Entre paréntesis, Buñuel debió de pensar que la suya sí que lo era y no esa pantomima olímpica.

Para mí, el error más imponente de la ceremonia no se concentraba en los detalles (ciertamente, el aire que a veces tienen los franceses, chabacano y grandilocuente, fue el viernes un éxtasis de proporciones devastadoras), sino en la propia concepción inicial. Los espectáculos (y las obras de arte) han de tener un marco. Un espacio acotado, un escenario definido. Si no, son montajes de calle, que tienen mayor o menor gracia, pero que tienden a la dispersión. Hubo demasiados reclamos y fueron demasiado dispersos y los aciertos (que los hubo) fueron devorados por la tormenta atmosférica y la simbólica. Y, sobre todo, faltó sentido del humor. O no, pero fue afrancesado, que es el peor sentido del humor mundial.

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