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Josep Maria Fonalleras
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El único lugar donde puede existir

El sitio donde su obra se desarrolla no es la galería o un museo o una pantalla, decía Bill Viola, “sino la mente del espectador que la ha contemplado”

Videoproyección de 'The Raft', de Bill Viola, en la muestra de Caixaforum. 

Videoproyección de 'The Raft', de Bill Viola, en la muestra de Caixaforum.  / ALBERT BERTRAN

La historia del arte, es decir, los diálogos que se establecen entre artistas que no se han conocido, que no utilizan las mismas técnicas ni tienen aparentemente nada en común, es fascinante. Uno de los últimos casos de contacto que conozco (y al que he ido a parar por casualidad) es el de Ferdinand Hodler, un pintor suizo de finales del XIX y primeros del XX, y de Bill Viola, el artista americano que acaba de morir. Hodler tenía una amante que enfermó de cáncer y que padeció la agonía, hasta enero de 1915, en un hospital junto al lago Leman. Esta mujer se llamaba Valentine Godé-Darel y, aunque la relación ya no era íntima, Hodler la visitaba todos los días. A lo largo de este proceso de decadencia y muerte, Hodler la dibujó, hizo esbozos, más de doscientas piezas con Valentine como modelo moribunda. Horas después del traspaso, pintó un óleo (ahora está en el MET) en el que la figura de Valentine, estirada, se asemeja al perfil de las montañas que bordean el lago. El cuerpo inerte y la naturaleza viva, en una misma mirada. El cuerpo parece un paisaje y el paisaje se acerca a un cuerpo sin aliento. Un descubrimiento azaroso me hizo pensar en esta colección mortuoria a raíz de la defunción de Viola. No tenía noticia de una de sus creaciones, 'The Passing' (1991), en la que mezcla imágenes fantasmagóricas y nocturnas (también subacuáticas, una constante de sus obras) con detalles del proceso de decrepitud y muerte de su madre. Una de las últimas escenas del vídeo es la de la mujer en el ataúd, con unos niños que andan por ahí, inconscientes del drama. ¿Por qué Hodler y Viola quisieron estar presentes en los instantes finales con una voluntad artística que va más allá de los sentimientos (y los arrincona)? ¿Cómo una catarsis? ¿Cómo una liberación? ¿Con la voluntad de dejar constancia del espacio íntimo, en la raya de la pornografía sentimental?

Dialogan, eso seguro. Como hizo Bill Viola a lo largo de toda su carrera con pintores del Renacimiento y Barroco, con la presencia siempre inquietante de la muerte o, también inquietante, de la resurrección. Recuerdo la exposición de 2019 en La Pedrera. La lenta evolución de los cinco personajes “asombrados”, que con una parsimonia coreografiada pasan por todos los estados del alma. O aquellas tres mujeres que atraviesan un telón de agua, delicado y robusto a la vez, y que, en realidad, nos hablan de universos que se evaporan en la nada, del mínimo instante fugaz en el que una niña contempla, fascinada, el mundo y, después avanza hacia “el país no descubierto que no deja volver de sus fronteras a ninguno de sus viajeros”, como escribía Shakespeare.

Decía Viola que "mi material no es el vídeo, ni la cámara, sino el tiempo". Y, de hecho, nos encamina más al proceso que a la desaparición. Contemplación serena y a la vez azorada, sí. Y decía que el sitio donde su obra se desarrolla no es la galería o un museo o una pantalla, “sino la mente del espectador que la ha contemplado”. De hecho, añade, es el único lugar en el que puede existir. Con su muerte, ahora lo rememoramos.

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